Así empezó Cuadernos del Sur, una revista de un solo número que luego terminó siendo la Editorial.
Gilda
(Fragmento)
1
Con Gilda coincidimos
en la casa de una prima. Nos veíamos después de varios años, cinco o seis, o
quizá más, y la impresión que tuve al verla me puso al borde del infarto. No
era para menos: Gilda, la mujer de quien había estado perdidamente enamorado
besaba con calculado encanto a nuestra anfitriona. Por aquel entonces vivíamos
en el mismo barrio y ella era mi vecina. Por eso, cuando ingresó a la sala, al
verme sentado en uno de lo sillones desplegó su hermosa sonrisa, señal
inequívoca de reconocimiento. Yo tampoco pude disimular mi alegría. Me levanté
y fui a su encuentro. Pronunciamos nuestros nombres al unísono y luego nos
quedamos contemplándonos largamente, No has cambiado en absoluto, me dijo sonrojándose.
Tú en cambio estás más hermosa, dije no sólo como un cumplido: los años no
habían pasado por ese rostro ahora que el color de sus ojos era más violeta que
nunca y que su cabello se desmayaba en fatigados bucles sobre la blanca piel de
sus hombros desnudos; por lo demás, los años no habían insinuado aún el
deterioro de su cuerpo, al contrario, habían subrayado la perfección de sus
formas.
La conocí cuando
estudiaba la secundaria. Esa secundaria extenuante que cursó mi generación, que nos obligaba a levantarnos de
madrugada para el diario repaso de las lecciones y que, en mi caso, me llevaba
a recorrer la
Avenida Bolognesi cuan larga era dándole duro al estudio, y
fue precisamente una mañana de crudo invierno, al empezar julio, lo recuerdo
exactamente porque ese día era cumpleaños de mamá, que vi a Gilda por primera
vez. Salía del barrio acompañada por un hombre mayor. Ella lo cogía del brazo y
charlaban animadamente. Yo había terminado mi tarea y regresaba a casa
enfundado en una gruesa chalina cuando, al cruzar la pista, tropecé con la
pareja. Me quedé boquiabierto, cautivado por la belleza de la muchacha mientras
pasaba de largo. Sin embargo, a poco de hacerlo, ella volteó y, no sé si en
realidad lo hizo o fue sólo mi imaginación, me obsequió con una sonrisa y una
lánguida mirada de violeta matutina. Me quedé estático mientras bajaban por la Avenida con dirección al
mercado. Entré corriendo a casa y me arrojé a los brazos de mi madre para
saludarla. Mamá debió pensar que la quería muchísimo.
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