viernes, 14 de agosto de 2015



Momposina (cuentos)
Juan Torres Gárate
Cuadernos del Sur / Gobierno Regional de Tacna, 2007
202 pp.
Edición agotada


En la contratapa:

“...el lenguaje exuberante y fluido, la ironía y las técnicas depuradas que ha empleado hacen de estos cuentos una lectura no solo placentera sino también liberadora de muchos prejuicios y lugares comunes...; permiten “reflexionar y sopesar” muchos aspectos de la problemática humana: niñez, adultez, ancianidad, bastardía, egoísmo, amor, odio, etc. Son cuentos que, para utilizar las palabras de Harold Bloom, nos devuelven la “otredad” que en muchos casos es la de uno mismo..., afianzan nuestro nivel ético en cuanto a aprobar o desaprobar, amar u odiar ciertos hechos, ciertas acciones. La lectura de estos cuentos, a no dudarlo, nos permiten ampliar nuestro mundo, vivir hechos y circunstancias, aunque sea mientras dure su lectura, en un tiempo perfecto: el de Pacheco Céspedes... Por lo demás, la ironía es uno de los aspectos más importantes de la narrativa del autor. En este sentido, leemos literatura no solo para buscar  el autoperfeccionamiento, proyecto de por sí considerable, o para encender la vela del amor a la humanidad, sino —como también dice Bloom— para buscar una mente más original que la nuestra..., la ironía muestra el poder cognoscitivo y el talento del escritor, funciona como un poderoso antiséptico: limpia la mente de la rigidez de las ideologías que pretenden encasillar la cambiante y multiforme realidad  como pretende la corriente sanguínea en el coágulo arterioesclerótico”.
Saúl Domínguez Agüero


“Un bello libro de cuentos. Libro de exquisita y desconcertante diversidad temática en el que, definitivamente, el autor libera su pluma rompiendo el silencio del barrio, donde vive y procrea la palabra, en busca del genio creador de los relatos más inverosímiles que nos atrapan  con el deleite incontrolable de leerlos, sin detenernos, de un solo tirón..., y aún después pareciera que siguiéramos escuchando un leve rumor que nos conmociona y se apodera de nuestro pensamiento: una imagen, un suceso..., hasta la candorosa malicia o la ironía, que el autor domina con suma habilidad, para mantener en suspenso y deleitar al lector”.

Guillermo Quintanilla



Les dejamos un cuento del libro:


S ó l o   e n t o n c e s


A
noche, Alexandra, mientras te esperaba bajo los castaños del jardín, mientras escribía tu nombre en el respaldo de la banca donde me congelo, mientras las cuadrillas de servicio barren y levantan hojas, miles de marchitas hojas que se desgajan de los altos árboles, anoche, vino a mi memoria la tarde de aquel verano cuando nos conocimos. Entonces acababa de fugarme de la casa de mi suegra y de las garras de mi tercera mujer. La tercera vez, Alexandra, que dejaba todo por temor a que mi vida se convirtiera en una rutina bajo la férula de la misma oscura tirana que, ahora, no conforme con celarme hasta el cansancio, me había echado encima a la jauría de sus hermanos que me dejaron dos costillas rotas y el brazo izquierdo en cabestrillo; venía saliendo, Alexandra, de esa pesadilla y es por eso que recuerdo con extraordinaria nitidez la tarde cuando me encontré con tu mirada infantil y tu sonrisa de nardo. Estabas esperándome en Secretaría para una consulta, y fue esa tarde (al verte con tu mochila de osito panda aferrado a tus hombros estrechos, tus bluyines desgastados y tus zapatillas Nike, un cuaderno entre tus manos, y la gracia de espiga al levantarte para estrecharme la mano) que la vejez se me vino de golpe al rostro, que seguramente se surcó de arrugas contenidas hasta ese momento por mi insensata vanidad, por la costumbre de mirarme en el espejo sin remordimientos, aferrándome al ayer; pero también al cuerpo, Alexandra, que se me curvó como si de pronto el techo me hubiera caído encima, porque lo sentí como una rémora, un lastre, una mole difícil de empujar al extremo que en ese mismo instante sentí unos deseos enormes de renguear. Y no te miento que, cuando me dijiste «Qué tal, mucho gusto», con esa voz que todavía me perturba porque sonaba a cristales, a la suave música que produce el paso del aire entre los pétalos de las azucenas, no te miento, Alexandra, que yo casi te digo, con voz grave y cavernosa, «Matusalén, para mí es el gusto», pero me salió un gallo y tú te mataste de la risa.
Y ahora que te veo salir de la universidad rodeada de jóvenes de tu edad, ahora que tienes que dejarlos para  venir molesta bajo la lluvia, que acaricia tu rostro y abraza tu cuerpo, hasta el parque donde te espero; ahora que te demoras y ya no vienes con la prestancia de antes, porque seguramente entre risas y besos quisieras dilatar el tiempo para estar cada vez menos entre mis brazos, siento nostalgia y pena al recordar los dos primeros años que vivimos enamorados y luego la forma, lenta pero inexorable, como se fue deteriorando nuestro amor por todas esas cosas que, ambos, pero sobre todo yo, intuí desde el principio, pero sobre todo por la edad (recuerdo que la primera vez que hicimos el amor estaban tocando «Cuarenta y veinte», entonces reímos juntos mientras nos comíamos a besos; antes me habías dicho «No me importa tu edad, con tal de que seas menor que mi padre», y, Alexandra, créeme, tú no tenías veinte sino dieciséis, y yo cincuenta, el pelmazo de José José se quedaba corto, y fue la primera vez que me bajé la edad para no ser mayor que tu padre); pero entonces me amabas, en cambio ahora..., no hace mucho me dijiste que te jodía que nos vieran entrar juntos al hotel, que te habían dicho que te habían visto con tu abuelito y esas cosas, y en tus ojos una dosis de veneno que me sobrecogió.
Sin embargo, ahora que te veo rodeada de jóvenes, cruza por mi mente el recuerdo de que yo también alguna vez fui joven como tú, y, de pronto, tengo trece años y estamos en la secundaria, en el patio del colegio, en torno a la cancha de básquet, todos en uniforme de física escuchando la charla del profesor y contemplando absolutamente absortos las piernas de Tito, el bonito, el pituquito de la clase, que tenía unas piernas, Alexandra, rosaditas, rellenitas, que nos tenían a todos con el alma en vilo porque nos moríamos por tocárselas, besárselas, pero nos conteníamos porque éramos hombres o estábamos en camino de serlo, y eso, no te miento, no impidió que uno de mis compañeros, el más triste y flaco de la clase, desarbolado, famélico y tísico tuviera que pedir su traslado para no morirse de pena y de vergüenza porque estaba enamorado de Tito y porque, más de una vez, el auxiliar lo había encontrado en el baño masturbándose con la foto de Tito entre las piernas, y nosotros lo habíamos visto perderse por entre los árboles del bosque al final del colegio, perdiéndose siempre entre la bruma y el rostro estragado por el llanto, pensando seguramente en Tito, su amor imposible, y en sus piernas, como ahora yo que sufro cada vez que retiras mis manos de las tuyas: «Mira que jodes, acabo de depilármelas y tú que dale como si no te bastara con vérmelas», y yo que aparto mis manos y extraño los primeros años cuando dejabas que te contemplara absolutamente desnuda, parada sobre la cama y yo tirado en el suelo, mirándote desde abajo con una pasión desenfrenada y luego tú gritándome «Ya, basta, ahora tócame, bésame, hazme lo que quieras», y luego yo que era fuego y me deshacía adorando tu cuerpo que se deshacía también como arcilla entre mis manos, y mi compañero yéndose entre llantos por los confines del bosque hasta donde lo seguía para exigirle una explicación, como anoche pretendí exigírtela también a ti, que demorabas en despedirte de tus compañeros mientras yo me congelaba bajo los castaños del jardín, las cuadrillas de muchachos terminaban de recoger las hojas caídas, y la bruma que empezaba a borrar la figura de fantoche del más triste y solitario del salón cuando se perdía entre los árboles y sólo se escuchaba el ruido de sus pasos sobre la hojarasca como un susurro, como un quejido que se ahoga congelándose en el frío de junio, yendo a sentarse en el brocal del estanque donde jugaba con el agua, mientras me miraba con una pena tan honda en las pupilas como no he visto en la mirada de otro hombre, miraba sus ojos, Alexandra, como ahora también miro los tuyos tratando de indagar el motivo de tus devaneos, de tus veleidades, de los artilugios de tus pretextos, de tus infantiles pretextos para demorarte siempre más y tenerme aquí esperando como esperaba que sus ojos me dijeran algo, tratando de adivinar esos mensajes cifrados que provenían de su tristísima mirada, pero era imposible porque luego su mirada se perdía entre la espesura del bosque como se pierde la tuya a través de los cristales de la ventana de cualquier hotel adonde te llevo -ahora casi a rastras- y ya no me conversas ni me escuchas como antes cuando luego de hacer el amor, saturados de humo y alcohol, yo recordaba mi vida en voz alta y tú te acurrucabas estrechándome con fuerza cada vez que te dolía mi infancia desvalida, mi adolescencia y juventud maltrechas y eras la terapeuta perfecta cuando ya ebrio dejaba rodar unas cuantas lágrimas que luego tu sorbías solidaria dándome la oportunidad de resarcirme de la vida, de mi vida, ofreciéndome nuevamente tu cuerpo como el antídoto perfecto para que lo tomara de las mil formas como te enseñé a hacerlo, llorando yo con una rabia inmensa, gritando tú de placer, la belleza absoluta instalada en tu rostro donde me fue siempre difícil distinguir la linde exacta entre el placer y el dolor,  el arrobamiento místico y el paroxismo erótico, hasta que agotados vencíamos la tristeza, suplíamos la agonía con tu sonrisa de ángel y tus caricias de madre. Mi cuerpo viejo te entendía y se saciaba, y por eso me duele.
Me duele ahora que precisamente recuerdo que te empiezo a contar como antes y tú te haces a un lado haciéndome mohínes que ni siquiera afean tu rostro y me dices como si nada que me parezco a tu abuelita con la misma cantinela de siempre, que eso ya te lo he contado mil veces y que te aburro hasta el cansancio. Y te atreves a decirme, mientras vacías las últimas gotas de licor, «¿Otra vez, con la misma estupidez?» Supongo que tu abuelita ahora también te jode pero no me atrevo a preguntarte porque estoy herido, entonces prefiero disimular, no en vano pasan los años que lo hacen a uno más paciente, más cauto, menos agresivo; pero es también en esos momentos que los celos me corroen. A mi edad, Alexandra, ¿te imaginas? Un hombre casi viejo víctima de esa enfermedad del alma que te envuelve con su aura de nostalgia, de rabia, impotencia y ansiedad; que te paraliza la razón, te estupidiza el sentido común llevándote por  senderos inéditos de locura, como lo llevó a él el día que Tito me dio un beso en la mejilla cuando descubrió una flor de retama entre las páginas de su cuaderno y creyó que era yo quien se la había regalado, y él que me miró con odio y salió de clase dando un portazo, esperándome luego en el patio para tomarme por el cuello arrinconándome contra la pared, diciéndome miles de sandeces y exigiéndome una pronta aclaración, y yo, una y mil veces, jurándole que nada tenía que ver, que estaba tan sorprendido como él y deseoso más bien de aclarar las cosas, y él «Mejor no», cuando me soltó, diciéndome entre un sordo murmullo de suspiros y frases rotas, «Mejor no, mejor no», sentándose luego en uno de los sardineles del patio y echándose a llorar como el niño que era, y yo compungido por ese beso, sucio y puro, por esos labios de Tito, que húmedos e inocentes se posaron en mi mejilla, como los tuyos, Alexandra, que en un arrebato de pasión, la primera vez que nos encontramos a solas en mi oficina, fueron el inicio de este amor que aún me perturba, mientras él se iba, como se fue siempre, al bosque, anegado en lágrimas sin esperanza alguna, y como yo ahora que inútilmente te espero en este parque, en esta noche de lluvia y tú que no terminas de llegar, y de pronto pienso que es mejor así, que es mejor que nunca sepas que cuando empezaron tus desplantes y los celos me mataban, empecé a seguirte por las noches sospechando tu perfidia, hasta que en una de ésas te vi saliendo del mismo hotel donde nos habíamos amado sin prejuicios, salías cogida del brazo de un muchacho alto, de caminar atlético, moreno, de pelo ensortijado, perfil guerrero, sonrisa perfecta y unos hermosos ojos gitanos donde la noche y mi corazón quedaron prisioneros.
Entonces, sólo entonces, Alexandra, pude comprender mi antigua pasión, mi desbocado amor por Tito, y los celos, la agonía del triste, del más flaco y desarbolado de la clase, mientras dejo el parque y me interno, con mi cuerpo viejo a rastras y el rostro oculto entre mis manos, en este bosque de edificios, de luces y de vehículos.

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario