Momposina (cuentos)
Juan Torres Gárate
Cuadernos del Sur / Gobierno Regional de Tacna, 2007
202 pp.
Edición agotada
En la contratapa:
“...el lenguaje
exuberante y fluido, la ironía y las técnicas depuradas que ha empleado hacen
de estos cuentos una lectura no solo placentera sino también liberadora de
muchos prejuicios y lugares comunes...; permiten “reflexionar y sopesar” muchos
aspectos de la problemática humana: niñez, adultez, ancianidad, bastardía,
egoísmo, amor, odio, etc. Son cuentos que, para utilizar las palabras de Harold
Bloom, nos devuelven la “otredad” que en muchos casos es la de uno mismo...,
afianzan nuestro nivel ético en cuanto a aprobar o desaprobar, amar u odiar
ciertos hechos, ciertas acciones. La lectura de estos cuentos, a no dudarlo,
nos permiten ampliar nuestro mundo, vivir hechos y circunstancias, aunque sea
mientras dure su lectura, en un tiempo perfecto: el de Pacheco Céspedes... Por
lo demás, la ironía es uno de los aspectos más importantes de la narrativa del
autor. En este sentido, leemos literatura no solo para buscar el autoperfeccionamiento, proyecto de por sí
considerable, o para encender la vela del amor a la humanidad, sino —como
también dice Bloom— para buscar una mente más original que la nuestra..., la
ironía muestra el poder cognoscitivo y el talento del escritor, funciona como
un poderoso antiséptico: limpia la mente de la rigidez de las ideologías que
pretenden encasillar la cambiante y multiforme realidad como pretende la corriente sanguínea en el
coágulo arterioesclerótico”.
Saúl Domínguez
Agüero
“Un bello libro
de cuentos. Libro de exquisita y desconcertante diversidad temática en el que,
definitivamente, el autor libera su pluma rompiendo el silencio del barrio,
donde vive y procrea la palabra, en busca del genio creador de los relatos más
inverosímiles que nos atrapan con el
deleite incontrolable de leerlos, sin detenernos, de un solo tirón..., y aún
después pareciera que siguiéramos escuchando un leve rumor que nos conmociona y
se apodera de nuestro pensamiento: una imagen, un suceso..., hasta la candorosa
malicia o la ironía, que el autor domina con suma habilidad, para mantener en
suspenso y deleitar al lector”.
Guillermo
Quintanilla
Les dejamos un cuento del libro:
S ó l o e n t o n c e s
A
|
noche, Alexandra, mientras te esperaba bajo los
castaños del jardín, mientras escribía tu nombre en el respaldo de la banca
donde me congelo, mientras las cuadrillas de servicio barren y levantan hojas,
miles de marchitas hojas que se desgajan de los altos árboles, anoche, vino a
mi memoria la tarde de aquel verano cuando nos conocimos. Entonces acababa de
fugarme de la casa de mi suegra y de las garras de mi tercera mujer. La tercera
vez, Alexandra, que dejaba todo por temor a que mi vida se convirtiera en una
rutina bajo la férula de la misma oscura tirana que, ahora, no conforme con
celarme hasta el cansancio, me había echado encima a la jauría de sus hermanos
que me dejaron dos costillas rotas y el brazo izquierdo en cabestrillo; venía
saliendo, Alexandra, de esa pesadilla y es por eso que recuerdo con
extraordinaria nitidez la tarde cuando me encontré con tu mirada infantil y tu
sonrisa de nardo. Estabas esperándome en Secretaría para una consulta, y fue
esa tarde (al verte con tu mochila de osito panda aferrado a tus hombros estrechos, tus bluyines desgastados y tus
zapatillas Nike, un cuaderno entre tus manos, y la gracia de espiga al
levantarte para estrecharme la mano) que la vejez se me vino de golpe al
rostro, que seguramente se surcó de arrugas contenidas hasta ese momento por mi
insensata vanidad, por la costumbre de mirarme en el espejo sin remordimientos,
aferrándome al ayer; pero también al cuerpo, Alexandra, que se me curvó como si
de pronto el techo me hubiera caído encima, porque lo sentí como una rémora, un
lastre, una mole difícil de empujar al extremo que en ese mismo instante sentí
unos deseos enormes de renguear. Y no te miento que, cuando me dijiste «Qué
tal, mucho gusto», con esa voz que todavía me perturba porque sonaba a
cristales, a la suave música que produce el paso del aire entre los pétalos de
las azucenas, no te miento, Alexandra, que yo casi te digo, con voz grave y
cavernosa, «Matusalén, para mí es el gusto», pero me salió un gallo y tú te
mataste de la risa.
Y ahora que te veo salir de la universidad rodeada
de jóvenes de tu edad, ahora que tienes que dejarlos para venir molesta bajo la lluvia, que acaricia tu
rostro y abraza tu cuerpo, hasta el parque donde te espero; ahora que te
demoras y ya no vienes con la prestancia de antes, porque seguramente entre
risas y besos quisieras dilatar el tiempo para estar cada vez menos entre mis
brazos, siento nostalgia y pena al recordar los dos primeros años que vivimos
enamorados y luego la forma, lenta pero inexorable, como se fue deteriorando
nuestro amor por todas esas cosas que, ambos, pero sobre todo yo, intuí desde
el principio, pero sobre todo por la edad (recuerdo que la primera vez que
hicimos el amor estaban tocando «Cuarenta y veinte», entonces reímos juntos
mientras nos comíamos a besos; antes me habías dicho «No me importa tu edad,
con tal de que seas menor que mi padre», y, Alexandra, créeme, tú no tenías
veinte sino dieciséis, y yo cincuenta, el pelmazo de José José se quedaba
corto, y fue la primera vez que me bajé la edad para no ser mayor que tu
padre); pero entonces me amabas, en cambio ahora..., no hace mucho me dijiste
que te jodía que nos vieran entrar juntos al hotel, que te habían dicho que te
habían visto con tu abuelito y esas cosas, y en tus ojos una dosis de veneno
que me sobrecogió.
Sin embargo, ahora que te veo rodeada de jóvenes,
cruza por mi mente el recuerdo de que yo también alguna vez fui joven como tú,
y, de pronto, tengo trece años y estamos en la secundaria, en el patio del
colegio, en torno a la cancha de básquet, todos en uniforme de física
escuchando la charla del profesor y contemplando absolutamente absortos las
piernas de Tito, el bonito, el pituquito de la clase, que tenía unas piernas,
Alexandra, rosaditas, rellenitas, que nos tenían a todos con el alma en vilo
porque nos moríamos por tocárselas, besárselas, pero nos conteníamos porque
éramos hombres o estábamos en camino de serlo, y eso, no te miento, no impidió
que uno de mis compañeros, el más triste y flaco de la clase, desarbolado,
famélico y tísico tuviera que pedir su traslado para no morirse de pena y de
vergüenza porque estaba enamorado de Tito y porque, más de una vez, el auxiliar
lo había encontrado en el baño masturbándose con la foto de Tito entre las
piernas, y nosotros lo habíamos visto perderse por entre los árboles del bosque
al final del colegio, perdiéndose siempre entre la bruma y el rostro estragado
por el llanto, pensando seguramente en Tito, su amor imposible, y en sus
piernas, como ahora yo que sufro cada vez que retiras mis manos de las tuyas:
«Mira que jodes, acabo de depilármelas y tú que dale como si no te bastara con
vérmelas», y yo que aparto mis manos y extraño los primeros años cuando dejabas
que te contemplara absolutamente desnuda, parada sobre la cama y yo tirado en
el suelo, mirándote desde abajo con una pasión desenfrenada y luego tú
gritándome «Ya, basta, ahora tócame, bésame, hazme lo que quieras», y luego yo
que era fuego y me deshacía adorando tu cuerpo que se deshacía también como
arcilla entre mis manos, y mi compañero yéndose entre llantos por los confines
del bosque hasta donde lo seguía para exigirle una explicación, como anoche
pretendí exigírtela también a ti, que demorabas en despedirte de tus compañeros
mientras yo me congelaba bajo los castaños del jardín, las cuadrillas de
muchachos terminaban de recoger las hojas caídas, y la bruma que empezaba a
borrar la figura de fantoche del más triste y solitario del salón cuando se
perdía entre los árboles y sólo se escuchaba el ruido de sus pasos sobre la
hojarasca como un susurro, como un quejido que se ahoga congelándose en el frío
de junio, yendo a sentarse en el brocal del estanque donde jugaba con el agua,
mientras me miraba con una pena tan honda en las pupilas como no he visto en la
mirada de otro hombre, miraba sus ojos, Alexandra, como ahora también miro los
tuyos tratando de indagar el motivo de tus devaneos, de tus veleidades, de los
artilugios de tus pretextos, de tus infantiles pretextos para demorarte siempre
más y tenerme aquí esperando como esperaba que sus ojos me dijeran algo,
tratando de adivinar esos mensajes cifrados que provenían de su tristísima
mirada, pero era imposible porque luego su mirada se perdía entre la espesura
del bosque como se pierde la tuya a través de los cristales de la ventana de
cualquier hotel adonde te llevo -ahora casi a rastras- y ya no me conversas ni
me escuchas como antes cuando luego de hacer el amor, saturados de humo y
alcohol, yo recordaba mi vida en voz alta y tú te acurrucabas estrechándome con
fuerza cada vez que te dolía mi infancia desvalida, mi adolescencia y juventud
maltrechas y eras la terapeuta perfecta cuando ya ebrio dejaba rodar unas
cuantas lágrimas que luego tu sorbías solidaria dándome la oportunidad de
resarcirme de la vida, de mi vida, ofreciéndome nuevamente tu cuerpo como el
antídoto perfecto para que lo tomara de las mil formas como te enseñé a
hacerlo, llorando yo con una rabia inmensa, gritando tú de placer, la belleza absoluta
instalada en tu rostro donde me fue siempre difícil distinguir la linde exacta
entre el placer y el dolor, el
arrobamiento místico y el paroxismo erótico, hasta que agotados vencíamos la
tristeza, suplíamos la agonía con tu sonrisa de ángel y tus caricias de madre.
Mi cuerpo viejo te entendía y se saciaba, y por eso me duele.
Me duele ahora que precisamente recuerdo que te
empiezo a contar como antes y tú te haces a un lado haciéndome mohínes que ni
siquiera afean tu rostro y me dices como si nada que me parezco a tu abuelita
con la misma cantinela de siempre, que eso ya te lo he contado mil veces y que
te aburro hasta el cansancio. Y te atreves a decirme, mientras vacías las
últimas gotas de licor, «¿Otra vez, con la misma estupidez?» Supongo que tu
abuelita ahora también te jode pero no me atrevo a preguntarte porque estoy
herido, entonces prefiero disimular, no en vano pasan los años que lo hacen a
uno más paciente, más cauto, menos agresivo; pero es también en esos momentos
que los celos me corroen. A mi edad, Alexandra, ¿te imaginas? Un hombre casi
viejo víctima de esa enfermedad del alma que te envuelve con su aura de
nostalgia, de rabia, impotencia y ansiedad; que te paraliza la razón, te
estupidiza el sentido común llevándote por
senderos inéditos de locura, como lo llevó a él el día que Tito me dio
un beso en la mejilla cuando descubrió una flor de retama entre las páginas de
su cuaderno y creyó que era yo quien se la había regalado, y él que me miró con
odio y salió de clase dando un portazo, esperándome luego en el patio para
tomarme por el cuello arrinconándome contra la pared, diciéndome miles de
sandeces y exigiéndome una pronta aclaración, y yo, una y mil veces, jurándole
que nada tenía que ver, que estaba tan sorprendido como él y deseoso más bien
de aclarar las cosas, y él «Mejor no», cuando me soltó, diciéndome entre un
sordo murmullo de suspiros y frases rotas, «Mejor no, mejor no», sentándose
luego en uno de los sardineles del patio y echándose a llorar como el niño que
era, y yo compungido por ese beso, sucio y puro, por esos labios de Tito, que
húmedos e inocentes se posaron en mi mejilla, como los tuyos, Alexandra, que en
un arrebato de pasión, la primera vez que nos encontramos a solas en mi
oficina, fueron el inicio de este amor que aún me perturba, mientras él se iba,
como se fue siempre, al bosque, anegado en lágrimas sin esperanza alguna, y
como yo ahora que inútilmente te espero en este parque, en esta noche de lluvia
y tú que no terminas de llegar, y de pronto pienso que es mejor así, que es
mejor que nunca sepas que cuando empezaron tus desplantes y los celos me
mataban, empecé a seguirte por las noches sospechando tu perfidia, hasta que en
una de ésas te vi saliendo del mismo hotel donde nos habíamos amado sin
prejuicios, salías cogida del brazo de un muchacho alto, de caminar atlético,
moreno, de pelo ensortijado, perfil guerrero, sonrisa perfecta y unos hermosos
ojos gitanos donde la noche y mi corazón quedaron prisioneros.
Entonces, sólo entonces, Alexandra, pude comprender mi antigua pasión,
mi desbocado amor por Tito, y los celos, la agonía del triste, del más flaco y
desarbolado de la clase, mientras dejo el parque y me interno, con mi cuerpo
viejo a rastras y el rostro oculto entre mis manos, en este bosque de edificios,
de luces y de vehículos.
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