domingo, 9 de agosto de 2015

LA BROMA DE JUAN TORRES GÁRATE




LA BROMA
Juan Torres Gárate
Cuadernos del Sur, 2006
193 pp
Edición agotada

Juan Torres Gárate nació en Tacna (1947). Es docente egresado de la Universidad de San Agustín de Arequipa, donde cursó estudios doctorales en educación y actualmente se desempeña como profesor en la Facultad de Educación de la UNJBG.
En 1985 obtuvo el 1º y 2º puesto en los “II Juegos Florales Municipales” organizado por la Municipalidad de Tacna. En 1986 y 1988 ganó el 1º del mismo concurso. Fue finalista de la IX y XII Bienal de Cuento “Premio Copé” en 1996 y 2002. En el 2005 obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Horacio” XV Edición. Ganador de la XV Bienal de Cuento “Premio Copé Internacional de Plata”, 2008. En el 2006 recibió la Medalla “Francisco de Paula González Vigil”, otorgada por el INC – Tacna y en el 2009 el Emblema Municipal, por el honorable Concejo Provincial de Tacna, ambos reconocimientos al mérito de su trayectoria literaria.
Ha publicado los libros de cuentos En busca del comandante, Mojinete, 1986. El gato de la abuela, Educa, 2000. La broma, Cuadernos del Sur, 2006. Momposina, Cuadernos del sur, 2007. Y la novela corta Gilda, Cuadernos del sur, 2004.

Su obra se encuentra publicada en revistas de literatura y arte como Parásito & huésped, El obsceno, Utopía y de ciencias sociales como Pizarra, Paco Yunque y Avance. También ha publicado poesía y ensayo.


En la contratapa del libro:



¿Cómo y por qué leer los cuentos de Juan Torres Gárate? En primer lugar  de acuerdo a una pragmática literaria y de acuerdo también a nuestra propia experiencia, porque están bien escritos. El lenguaje exuberante y fluido, la ironía y las técnicas depuradas que ha empleado hacen de los cuentos de Torres Garate una lectura no sólo placentera sino también liberadora de muchos prejuicios y lugares comunes. La lectura de estos cuentos, por lo menos en nuestro caso, ha llenado plenamente nuestras expectativas ideológicas. En segundo lugar, debemos leer los cuentos de Torres Garate porque permiten «sopesar y reflexionar» muchos aspectos de la problemática humana: niñez, adultez, ancianidad, bastardía, egoísmo, amor, odio, etc. Son cuentos que, para utilizar palabras de Harold Bloom, nos devuelven la «otredad» que en muchos de los casos es la de uno mismo. Asimismo, afianzan nuestro nivel ético en cuanto aprobar o desaprobar, amar u odiar, ciertos hechos, ciertas acciones. La lectura de estos cuentos nos permiten ampliar nuestro mundo, vivir hechos y circunstancias, aunque sea mientras dure la lectura, en un tiempo perfecto: el de Pacheco Céspedes, siendo uno más en ese barrio prodigioso, acompañando a los «Dragones de Pacheco» en sus travesuras, temores, penas y alegrías.
Saúl Domínguez Agüero

«La broma», es un bello libro de cuentos preñado de una diversidad temática, donde el autor  libera  su pluma, rompiendo el silencio del barrio donde vive y procrea la palabra en busca del  genio creador de los relatos más  inverosímiles, que nos atrapa con el deleite incontrolable de leerlos sin detenernos, de un solo tirón, y aún después pareciera que siguiéramos escuchando  un leve rumor que nos  conmociona y se  apodera de nuestro pensamiento, una imagen, un suceso, hasta la candorosa malicia o la ironía, que el autor domina con suma  habilidad, para mantener en suspenso y deleitar al lector.
       Guillermo Quintanilla Toledo





Ludwig Feuerbach y Rosita Mamani

Juan Torres Gárate


Y aunque ustedes no me crean, terminé robándome el libro. Les digo a ellos que me escuchan absortos, que han dejado de escribir, colocado los lapiceros sobre las carpetas, sacado los audífonos de los walkmans, cruzado las manos, centrado la atención en lo que acabo de subrayar levantando la voz, insistiendo, Me lo robé. Así de simple.
Y es que, Rosita, cómo explicarles mi pasión por ese libro desde el momento en que tú lo sacaste del estante y me lo llevaste hasta la mesa donde, después de mirar tus hermosas piernas subidas a la escalera enana, yo agonizaba de pasión y No sé si iba todos los días, les sigo diciendo, por el libro o por ti. Estallan en una carcajada, Más por ella seguramente, se escucha una voz al fondo del salón, y la risa se ensancha. Cómo explicarles, Rosita, que desde que me instalé definitivamente en el puerto, me hice cargo del trabajo (el quinto grado en una escuelita de primaria ubicada en la Avenida Lino Urquieta, el quinto grado de la vespertina colmado de trabajadoras y de empleadas del hogar donde dicté mi primera clase: las partes de la vaca, después de haber concluido siete años de estudios en una Facultad de Educación y de creerme, además, un genio incomprendido, perdido inexorablemente en los vericuetos de las modernas corrientes pedagógicas que nada tenían que ver con la vaca ni con las empleadas del hogar), me haciné en el segundo piso de una modesta casa de pensión, en un cuartucho que después se haría famoso con el nombre de "La pocilga del profe", que sólo tenía un pequeño ventanuco que daba al mar que no se veía porque lo habían horadado, a propósito, cerca del techo, adonde yo no llegaba ni subido a la cama, que era una especie de bendición en el invierno pero un trozo del infierno en los veranos, y donde, Rosita, debía hacerse todo de costado pues la cama entraba sólo al través, y la mesita y la maleta y los libros tirados por todos lados también en sesgo como acomodándose a una geometría impuesta por la necesidad,  ¿Todo de costado, profe?, otra vez la voz del fondo, y nuevamente la risa, cómo explicarles, te decía, que a pesar de las incomodidades, del genio destemplado de la vieja dueña de la pensión, de su hija que deambulaba coqueta y rijosa por la casa de arriba a abajo en un shorcito escandaloso amotinando a los inquilinos con su estela de perfume barato, de la lora que la vieja colgaba en una jaula cerca a la puerta de mi cuarto a las cinco de la mañana, lora de mierda que hablaba todo el día, de las borracheras de los inquilinos que vivían a mis costados y de los escándalos que armaban las dos polillas que alquilaban en el tercer piso, a pesar de todo, Rosita, era feliz por aquella época.
Entonces llegué, les sigo diciendo, y no más instalarme en un hotel de mala muerte, en una habitación de camas múltiples, salí a caminar por el puerto. Me sentí eufórico recorriendo sus estrechas calles mientras un perfume de mariscos asciende del mar y me arrebola el rostro aún no acostumbrado a la agresión salobre del viento que terminará curtiéndome la piel, azogándome los ojos cuando el sol de la canícula desnude su enfado sobre mi cuerpo tirado en la orilla, contemplando, por entre la reverberación deformante del calor, un encaje de espuma que barre la arena y cubre las  rocas donde agitadas cabelleras de algas son peinadas por el agua y el viento, y un festín de gaviotas que danza y pía y levanta vuelo y me distrae de la inmensidad azul donde, a lo lejos, se recortan pequeñas embarcaciones y aquí, donde me abraso, cuerpos desnudos de mujeres esbeltas me traen el recuerdo del tuyo que todavía no existe, Rosita. Recorro el puerto con un entusiasmo renovado de adolescente ingenuo, subo y bajo por sus callejuelas recientemente asfaltadas, me detengo para contemplar sus pequeñas casas de madera y calamina casi todas con un alto porche sobre la calle, con sus balaustradas y sus minúsculas graderías desgastadas por la carcoma, me detengo en la placita de la Capitanía y camino hacia el muelle viejo y un perfume de laurel me persigue mientras me adentro en el mar sobre la inconsistencia de un tabladillo que bailotea sobre pilotes de fierro y llego hasta el borde del abismo donde una farola de tenue rojo me detiene y aspiro el aroma del mar cálido y sensual aun en el invierno, me detengo y veo la glorieta solitaria, adonde, Rosita, después de mi primera clase en la escuelita de la vespertina me llevó una alumna que se sentaba en la primera fila y que me guiñó un ojo apenas ingresé al salón de clase como sospechando que estaba nervioso y que no sabía qué hacer con ellas ni con las partes de la vaca, De seguro que no conoce el puerto, profe, me dijo ella de apenas dieciséis añitos, morenita, con una cinta roja que le sujetaba el cabello lacio, con unos labios rojos recién pintados, un vestidito de percal y sus zapatitos de taco de charol, No, llegué recién ayer, le digo, mientras la contemplo de arriba a abajo, mientras calculo el tamaño de su osadía, la generosidad de su cuerpo cubierto por una tela barata, Lo acompaño profe, dice, vayamos al muelle que es lo mejor del puerto. Caminamos un largo trecho de bajada hasta llegar al puerto y adentrarnos en el muelle viejo, Vamos a la glorieta, dice, desde allí se lo contempla mejor. Nos acodamos en la balaustrada y ella me lo enseña con detalles. Después habla de sí: trabaja en una conservera eviscerando pescado, ahora me explico su pesado olor a pesar del perfume, vive sola pero mantiene y educa a un hermanito menor huérfano como ella, me cuenta sus planes, abre su cartera, me invita un chicle de menta, habla de la muerte de sus padres y de la miseria de su vida, se seca una lágrima, mientras que bajo la glorieta el mar bailotea por entre las rocas y de vez en cuando, cuando se encabrita, una lluvia salina asciende hasta nosotros que estamos ya muy juntos y yo consternado de pena que la abrazo, cojo sus manos marchitas cubiertas de escamas y ella que me besa con un beso experto pero lleno de angustia y yo que siento su sabor a cebolla y a ajos a pesar de la menta.
Y ése, Rosita, fue mi primer amor, el amor de Inés, aunque hoy, al paso de los años, no estoy seguro de que fuera su verdadero nombre. Ahora lo sabes. Pero a ellos no se lo cuento, ni pensarlo, porque siguen atentos y están más bien preocupados por el destino del libro de Feuerbach que me lo robé sin atenuantes. Mientras tanto sigo recorriendo el puerto y ahora doy con la plaza y con su iglesia: vieja embarcación varada por la tormenta y que ha quedado tirada sobre un promontorio, desolada, sobre esta desolación más grande aún sin árboles ni pileta ornamental, apenas unas bancas que la limitan y más allá un cine del Oeste como en las películas de pistoleros, con su marquesina elemental y mortecina. Sigo recorriendo el puerto y por fin, porque allí nos conocimos, Rosita, la placita Mariscal Nieto con el busto del héroe en el centro y un jardín donde abundan las cucardas, los laureles y las acacias, cercado por bajas rejas de metal y un puñado de bancas donde los hombres de mar, estibadores y pescadores, suelen descansar, fumar y charlar todas las horas y días del año, y, en torno a ella, el mercado, la Municipalidad, la oficina de correos, el  paradero de colectivos a Ciudad Nueva, la placita, que era como el corazón del puerto y desde donde se abría al mar vía la calzada del Terminal Marítimo, vía el caminito hacia el varadero, el pasaje hacia la Plaza Mayor, vía sus largas calles hacia los pueblos jóvenes encaramados sobre los cerros. 
Pero ahora que recuerdo bien, no fue precisamente en la placita Mariscal Nieto donde te conocí sino más bien en la Biblioteca Municipal, ubicada en los bajos del edificio del Concejo, que está frente a la plaza, y donde tú trabajabas como bibliotecaria compartiendo esa precaria oficinita con los yanquis del Cuerpo de Paz. Sin embargo, bien pudo ser allí porque una vez que dejé el hotel y me instalé en la casa de pensión salía desesperado todas las mañanas a deambular por el puerto ya que era imposible permanecer en casa después del desayuno: la lora no me dejaba concentrar cuando pretendía leer, escribir, pensar, ya que cloqueaba, se paseaba por el palo de la jaula, silbaba, gritaba, armaba escándalo cuando la hija comenzaba a subir y bajar por las escaleras con su shorcito minúsculo y su perfume rijoso en un viaje maniático que no tenía cuándo acabar, cuando las polillitas del tercer piso se sentaban en el balcón y mostraban sus encantos a la caza de clientes, cuando el más borracho de mis vecinos llegaba de altamar borracho como una cuba y si alcanzaba a subir las gradas se llegaba gateando hasta la jaula de la lora,  se arrodillaba y le decía Mi palomita, mi Espíritu Santo aquí me tienes, mi palomita, sano y salvo, y él de rodillas, las manos juntas elevadas al cielo de la lora que se protegía encaramada en lo más alto de la jaula mirando al borracho con ojos azogados, irónicos, incrédulos y luego comenzaba a reírse a carcajadas extendiendo las alas, haciendo aspavientos que dejaban un reguero de plumas, de cogollos de lechuga y de agua derramada con la que el borracho se persignaba y agradecía mientras que la lora, ya casi ahogada por la risa, le decía Dios, Dios, Dios, en tanto que el otro, el borrachito madrugador y resaqueado desde su cuarto protestaba con voz aguardentosa ¿Quién es Dios, carajo? ¡Yo soy Dios, carajo!, y la vieja que salía disparada de la cocina para parar el lío y yo que también salía disparado para calmar mi desazón recorriendo el puerto, Rosita, yendo hacia el mar a contemplar el movimiento sensual del agua con sus bolicheras y falúas, con sus buques de gran calado descargando petróleo o acoderados en los modernos muelles servidos por grúas, cargadores frontales, tractores, fajas transportadoras y cientos de hombres obstinados en traje de faena, y los alcatraces y las gaviotas y los frisos de espuma y el cielo azul celeste y el sol sobre el viejo muelle y la glorieta y el varadero con sus largas tendidas de pescado fresco de pulpos y calamares y mariscos, y el perfume de profundidades insondables y el olor a yodo en los erizos y en el piure y en las jaibas, como arriates de rosas rojas perladas de rocío y alhucema, y yo que asciendo complacido y calmo desde la orilla mareado por el olor y por el paisaje y me llego hasta la Plaza Mariscal Nieto desde donde te contemplo absorto, a través de una ventana, subida a una escalera enana y un libro entre tus manos.
Fue así como conocí la Biblioteca Municipal, les digo a ellos que aún me siguen con atención y nuevamente la voz del fondo ¿La biblioteca o a Rosita, profe? La biblioteca, digo, y donde entré en contacto con Ludwig  Feuerbach, pero ya no me creen por el murmullo de insatisfacción que percibo ahora también en las filas de adelante, entonces sigo Bueno, también a Rosita, claro, por qué no, y entonces Ahaaaaaa..., Rosita, y ahora hechas las pases continúo Una sala pequeñita, jóvenes, con sólo tres altos estantes de madera abarrotados de libros viejos que llegaban hasta los frisos del techo, una larga mesa de madera, dos bancas y una que otra silla,  y en la esquina del fondo un pequeño escritorio hasta donde fui nervioso cuando entré por primera vez, Rosita, y donde tú me recibiste con un esbozo de sonrisa, unos grandes ojos color caramelo y unos senos que pugnaban por destrozar los botones de tu blusa de organdí, Sólo para la sala, dijiste, y tu voz que sonó a coro de ángeles confundido con el canto gregoriano de algún buque haciéndose a la mar, y yo que comencé a recorrer los estantes, ávido de lectura y de soledad, encontrándome entonces con raros ejemplares con títulos y autores que sólo conocía de oídas en los labios de presumidos profesores universitarios, sacando y dejando los libros que vibran de emoción en mis manos con el perfume marchito de sus hojas pálidas, resecadas por el tiempo que desvae nombres y títulos, carcomidos por las polillas, manchados por la humedad, rescatados de algún conato de incendio de algún oscuro desván, tétrico rincón que, No obstante, jóvenes, mantenían atesorados tanta belleza, tanta verdad, les digo, Rosita, para que me sigan prestando atención, para justificar también en parte el escandaloso robo de ese libro, La Esencia del Cristianismo, primera edición de 1941 de la editorial Claridad, que me marcó desde que leí en su primera página la dedicatoria de un tal doctor Salinas, A la juventud estudiosa del puerto, Ilo, mayo 26 de 1970, con indeleble tinta líquida azul, desde que con ojos ansiosos recorrí el índice y ya quería leerlo todo y tú, Rosita, que me mirabas de reojo como sospechando alguna oscura maldad, intuyendo malhadadamente un no sabías qué, que me hacía sospechoso a tus desacostumbrados ojos recelosos de mí y que marcó el inicio de un breve pero volcánico romance, les digo a ellos en cuyos rostros leo claras muestras de interés, un romance extraño, Rosita, esto se los digo quizá con ingenuidad para mantenerlos atentos, aunque tú sabes que también es cierto porque desde que te conocí me convertí en el más asiduo concurrente a la biblioteca aunque, a decir verdad, era el único que la frecuentaba por las mañanas ya que por las tardes y las noches se llenaba de estudiantes, y, además, por mi trabajo, un romance que comenzó como jugando luego que los yanquis del Cuerpo de Paz fueron expulsados del país y nos dejaron la biblioteca para nosotros dos que, como jugando, nos citábamos sin citarnos a las nueve de la mañana de todos los días, y yo que sacaba a Ludwig Feuerbach y tú que te sentabas al escritorio y luego, con cualquier pretexto, te subías a la escalera enana para mostrarme tus hermosas piernas y sacar un libro que no necesitabas y yo tampoco había pedido, hasta que del libro de Feuerbach que fichaba con esmero, de las uñas que te pintabas de escarlata, de los periódicos que ojeabas, de los tapetes que bordabas pasamos a la conversación amistosa porque nadie nunca entraba a esa biblioteca por las mañanas, que fue el refugio para mi desamparo del principio y el azoramiento que sentía cada vez que entraba a clases para hablar de Grau y de las enfermedades transmitidas por las moscas, los efectos de la carencia de la vitamina D, y soportar el ruego de los ojos de Inés que quería llevarme todas las noches a la glorieta, y yo que ya no quería porque no podía demorarme ni un minuto al salir de clases a riesgo de encontrar una polilla echada en mi cama, leyendo uno de mis libros sin saber nunca cómo conseguía abrir la puerta de mi cuarto y que no lograba echar a tiempo porque después de todo no estaba nada mal; refugio por las mañanas incluso cuando Dios no estaba borracho y se acercaba a la jaula de la lora, que ya me había quitado el sueño a las cinco de la mañana, y le preguntaba ¿Cómo está mi lorita?, y la lora emplumada, agazapada en la parte superior le gritaba Borracho, borracho, borracho, y el borrachito del cuarto de al lado ¿Quién es borracho, carajo? ¡Yo soy el borracho, carajo!; refugio por las mañanas cuando aún no había amanecido y la hija de la dueña me tocaba la puerta para pedirme una pastilla para el dolor de cabeza, vestida o desvestida, con una bata transparente mostrándome sus encantos sin pudor alguno y yo que me ruborizaba y ella que se moría por entrar pero que no lo hacía porque invariablemente me encontraba ocupado con las polillas y hasta con Inés, Rosita, claro que esto no se lo digo ni a ellos tampoco porque qué podrían pensar, pero a quien me fue imposible rechazar una noche que la echaron de su cuarto por insolvente cuando la crisis de la pesca; refugio por las mañanas, al encontrarme contigo, Rosita, en esa biblioteca que fue saqueada por mi curiosidad, ofendida por mi atrevimiento no sólo por el libro de Feuerbach que empecé llevándomelo a mi pocilga para continuar su lectura por las noches sino porque, no sé a quién echarle la culpa, se convirtió en nuestro pecaminoso nido de amor, que comenzó con un beso detrás de la puerta y al que siguió un encendido romance a espaldas del estante que dividía la biblioteca de la oficinita de los yanquis del Cuerpo de Paz que habían sido expulsados del país, en el suelo, entre rumas de periódicos donde, con un miedo primitivo, después de cerrar la puerta y la ventana terminamos haciendo el amor luego que tú te despojaste de la blusa de organdí y vi por primera vez tus inmensos senos firmes mientras el amarillento sol, tras la vidriería de la ventana, te daba un rostro de flor en tanto que mi cuerpo se adhería el tuyo como en un ritual antiguo y un vaivén lento de espuma con una tierna blandura de gruta, que aprisionaba mi deseo y mi soledad con una consistencia de nácar. Una salita pequeña, jóvenes, con tres altos estantes de madera abarrotados de libros hasta los frisos del techo donde encontré aquéllos que ya les he citado y que no obstante, insisto, sobre todo el de Ludwig Feuerbach que terminé llevándomelo porque me era imposible resistir la tentación de subrayarlo todo luego de ficharlo a medias en la biblioteca, interrumpido solamente por los besos, las caricias de Rosita y los aterrizajes forzosos en el suelo cubierto de periódicos.
Y ustedes se preguntarán por qué ese interés especial en el de Feuerbach, les digo a ellos, Rosita, cada vez más interesados en ti, en nuestro romance tejido de lascivia, en la oficinita de los yanquis expulsados convertida de pronto en hemeroteca, cada vez más ansiosos, miradas concupiscentes que interrogan más preocupados en la turgencia de tus senos y el movimiento ondulante de tu cuerpo de caracola, Porque en él, les digo levantando la voz, encontré aquello que no pude en otros libros: el carácter patológico de la religión y la exacta diferencia entre el cristianismo y el paganismo, que no pude hallar en otros libros, insisto, y porque además es el tema que hoy nos convoca, estimados discípulos, y la asignación de la siguiente semana: el problema de la alienación y de la enajenación. Pero ahora, Rosita, noto en ellos huellas de desasosiego y de un torvo malestar que procuro atenuar insistiendo en nuestro amor, que se estaba convirtiendo en rutina a pesar de los sobresaltos por el temor de que nos sorprendieran sacándote la blusita de organdí, colocando mis pantalones entre los libros, detrás de los estantes, destrozando los periódicos mientras se oían ruidos de pasos, las bravatas de los pescadores, el vuelo rasante de las gaviotas que removían los aleros del viejo edificio y el perfume del laurel y de las acacias que penetraba por debajo de la puerta y los susurros de tu voz unida siempre al canto gregoriano de algún barco haciéndose a la mar; convirtiéndose en una rutina a pesar de todo y del esfuerzo enorme que me costaba luego separarme de ti para irme a mi pocilga con una tembladera de piernas que reponía en la siesta después del almuerzo, siempre y cuando la lora se mantuviese quieta, los borrachitos en alta mar, las polillas ocupadas con sus clientes en el tercer piso de la casa de alquiler, y la rijosa hijita de la dueña con un dolor de cabeza de los mil demonios tirada en su cama hasta el amanecer, hasta la hora en que desnuda me tocaba la puerta para pedirme una pastilla; convirtiéndose en una rutina, Rosita, la cena y las clases de la vespertina en esa escuelita donde me esperaba Inés ya no en el salón de clase sino en la esquina, suplicándome que la llevara a la glorieta, invitándome pastillas de menta y después a mi pocilga porque no tenía donde pasar la noche, amenazándome con contarle a la Directora de la escuelita, y yo que entraba perturbado con ella a mi costado despertando sospechas por el tamaño de su osadía, de su conocido cuerpo oliendo a perfume barato, su ropita de percal, de sus maltrechos zapatitos de charol y sus rojas cintitas sujetando sus cabellos lacios renegridos de sus dieciséis añitos, y yo que dejaba a Feuerbach lleno de fichas sobre el pupitre y comenzaba ahora con los centros mineros más importantes del país para pasar luego a las propiedades y beneficios de la leche materna, en seguida a los insectos característicos del puerto y terminar con una alabanza al gobierno de turno, que no tenía nada que ver con los siete años que me había pasado en la universidad repasando y memorizando las corrientes pedagógicas contemporáneas y los modernos tratados de pedagogía comparada, y que en absoluto me ayudaban a solucionar los problemas dentro ni fuera de clase; convirtiéndose en una rutina, Rosita, cuando a la medianoche, a la luz de una lamparita, en mi pocilga, seguía leyendo a Feuerbach pensando en ti, en que me estaba enamorando de ti, en que tenía necesidad de ti sin saber nada en absoluto de tu vida, Rosita, soñando contigo, en la experiencia de tus besos, el movimiento ondulante del mar en tus caderas, en la exhalación del perfume de algas de tus axilas, y en esa gruta a la que me acercaste por primera vez y que tenía el olor de los mariscos frescos, la textura de musgos húmedos y el sabor de la miel añeja, embriagándome con esa soledad que venía de antiguo; convirtiéndose en una rutina hasta que una noche en que suspendieron las clases, y apenas me deshice de Inés, fui a la biblioteca para que aplacaras mi tristeza, amándonos ahora en la oscuridad, pero llegué tarde, cuando estabas echándole cerrojo a la puerta y yo decidí por la sorpresa aguardándote en el parque, detrás del busto del héroe, confundiéndome con la tenue luz de los faroles, el perfume del laurel y las acacias, decidiendo por la sorpresa de cogerte por detrás, tapándote los ojos, preguntándote mi nombre con la voz enronquecida de las olas en los arrecifes, sin pensar que la sorpresa me la darías tú quedándote en la puerta que acababas de cerrar, mirando impaciente hacia la noche, reacomodándote el cabello, repintando tus labios carmesí hasta que llegó él y te tomó en sus brazos, te besó, te cargó con una fuerza de oso, te rodeó la cintura y se fueron caminando por la larga vía que lleva hacia los pueblos jóvenes del puerto encaramados sobre los cerros.


Esto naturalmente no se lo cuento a ellos, Rosita, sólo les digo que cansado de esa rutina y porque ya había terminado de fichar y rayar a Feuerbach hasta la saciedad, al extremo de no poder distinguir con claridad lo fundamental de lo accesorio, decidí quedármelo porque, les pregunto, Quién más lo iría a leer en ese pueblo de pescadores y de estudiantes derrengados y bulliciosos que cada tarde, cada noche abarrotaban la biblioteca en busca de enciclopedias y de libracos de dos por medio, importunando a una bibliotecaria medio ignorante, medio huachafa, pechugoncita, ociosa... ¿Qué pasó, profe?, ¿qué pasó..?, preguntan ahora en coro, sorprendidos, Nada, digo, simplemente que me parece justificado haberme robado ese libro que era como una perla en un basural de hojas apolilladas, desvaídas, enmohecidas, ese libro que de pronto iba a servir de soporte, de nivelador de algún estante cojo o, en el mejor de los casos, de cabecera de algún otro desquiciado amor furtivo tirado por el suelo junto a los periódicos que cubrían, Rosita, el piso de la oficinita que  compartías con los yanquis del Cuerpo de Paz que habían sido expulsados del país, No me parece correcto, profe, de pronto se alza una protesta que viene nuevamente de atrás, A mí tampoco, ahora la voz de adelante, No era lo correcto, la voz muy cerca del atril de donde les cuento, Pudo fotocopiarlo y devolverlo, profe, No seas zonza, pues, en la edad de piedra no había fotocopiadoras, risas, risas, Huuuuuy, profe, y luego el desconcierto de voces que se cruzan, que discrepan, asienten, hasta que, de pronto, otra voz ¿Y Rosita, profe?  Síííííííí..., otros estudiantes a quienes seguramente Ludwig Feuerbach y La Esencia del Cristianismo les llega altamente, Bueno, digo, no la volví a ver más, Nooooo... un coro de voces, Pero, agrego con renovados esfuerzos, veinte años después... Huuuuy, profe, nosotros aún no habíamos nacido, Probablemente ni en proyecto, digo y continúo, regresé al puerto para resarcirme de ese robo, de ese atentado de lesa cultura, regresé, pero no para devolver el libro que guardo en mi biblioteca como un recuerdo de mis años de juventud que me traen a la memoria mis inicios como maestro en esa escuelita vespertina de la Avenida Lino Urquieta y de la primera clase hablando de las partes de la vaca a las empleaditas del hogar, de Inés, de quien sigo dudando de que fuera su verdadero nombre, de la casa de pensión y de la lora y de Dios y de los borrachitos y de las polillas que se metían a mi pocilga, de la hija desnuda de la dueña y sus dolores de cabeza y de ti, inolvidable Rosita, ahora que precisamente el automóvil que me conduce al puerto supera la última curva de la pendiente y distingo nítidamente, como hace veinte años, la inmensidad del mar, la festonada espuma contra los arrecifes, y luego el puerto con su bandada de gaviotas y bolicheras, y yo que aspiro el aire salobre del mar mientras atenazo diez ejemplares del libro que acaban de publicarme en la capital, de mi libro, Rosita, como tú querías que fuera, para obsequiarlo a la Biblioteca Municipal con mi orgullosa dedicatoria, A la juventud estudiosa del puerto, Ilo, agosto 28 de 1995, para entregártelos a ti precisamente con una sonrisa de felicidad, porque, a pesar de todo, profe, lo esperé siempre, para aclarar el malentendido, subida a la escalera enana para mostrarle mis hermosas piernas, apoyada en la ventana contemplando las gaviotas que rozaban los aleros del viejo edificio, aspirando el perfume del laurel y de las acacias, pensando que usted regresaría algún día para devolverme el libro de Feuerbach sin sospechar que yo moriría la víspera de su llegada.

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