viernes, 28 de agosto de 2015

OPERACIÓN CÓNDOR DE JUAN TORRES GÁRATE


OPERACIÓN CÓNDOR
Juan Torres Gárate
Cuadernos del Sur, 2010
159pp.

En la contratapa se lee:

Operación Cóndor es una colección de ocho cuentos que nos adentran nuevamente en el apasionante universo literario de Juan Torres Gárate. Personajes bullendo en atmósferas fantásticas o caóticas, reconstrucción del pasado o disolución del tiempo; sumados a la agilidad de la narración y el lenguaje, atraparán inevitablemente a todo lector dejándolo en el limbo de lo real e insólito.
El reencuentro con un personaje del pasado da origen al engaño y la traición entre un grupo de jóvenes, conduciendo al protagonista por el camino de la venganza y la trasgresión. La llegada inexplicable de un joven de belleza e inocencia extraordinarias, cuya inquietante desaparición adquirirá connotaciones mágicas y míticas. La búsqueda de un hombre lindando entre el delirio de persecución y la dictadura revela una terrible maniobra de represión internacional, destinada a desaparecer a los principales líderes e intelectuales socialistas de la época. Una vieja tísica y un niño envueltos en una historia de nostalgias, rencores y verdades a medias. La miseria humana de una familia en torno a la agonía de una mujer… Son algunas de las historias de este libro, entretejidas con un manejo magistral de la técnica y el lenguaje, que caracterizan y enriquecen la narrativa de su autor.

“La estrategia narrativa desplegada en Operación Cóndor nos muestra un escritor ducho en el manejo de la tensión del relato.”
Jorge Valenzuela

“Juan Torres Gárate nos tenía aún una sorpresa mayor para sus lectores: su incursión en la literatura fantástica en las huellas de los grandes maestros del género, especialmente Borges, Sábato y Cortázar. Su riqueza temática y la versatilidad de su orientación narrativa que partiendo del neorrealismo —su orientación básica—, incursiona espléndidamente en los predios del realismo mágico en cuentos de impecable factura.”

Saúl Domínguez Agüero



Les dejamos un cuento de Operación Cóndor:


NOSTALGIA

Para Pepe Bernardi y la pandilla de Pacheco de Céspedes

La vieja se llamaba Juana. Andaba por encima de los ochenta años y nadie sabía con seguridad desde cuándo vivía en esa casita que ocupaba una de las esquinas de entrada al barrio Pacheco de Céspedes, salvo que era chilena y que tenía un genio endemoniado. Vivía sola en esa casa que parecía salida de un cuento infantil. Tenía dos habitaciones y un patio lleno de plantas casi siempre florecidas y embutidas en toda suerte de cacharros, y un emparrado que le servía de comedor en los veranos ardientes. Sus únicas compañías eran un perro tuerto llamado Chato, un perrito chusco de color blanco con manchas carmesí, y un manojo de canarios, alegrándole la vida, en tres jaulas dispuestas con gusto entre las altas enredaderas que se entretejían con el emparrado del comedor. Era una mujer pobre, vieja, solitaria (con una sola y marchita esperanza) que en noches de nostalgia bebía grandes dosis de licor y fumaba como enajenada la basura de tabaco que le compraba al italiano de la única bodega del barrio.
    —Sí pu, aquí me tiene, don Juanito —se confesaba a mi padre quien, cuando llegaba de viaje del otro lado de la frontera, luego de dejar su equipaje en el taller, separaba una porción de los víveres que traía a casa los fines de semana y se los llevaba a ella—, esperando no sé hasta cuándo. Ayer recibí una carta en la que me dice que tenga paciencia, pero ya no creo en na, don Juanito, ¿cree usted que los milicos lo indulten? Estoy cansada de tanta promesa. Y esta maldita enfermedad, por la puta, don Juanito, que no me deja para na. Oiga, don Juanito, si no fuera por usted, el negocio de los canarios y por las limosnas de la gente a quien lavé la ropa, qué sería de mí, dígame, don Juanito. Puta madre, esto de ser vieja y estar enferma… —la vieja gimoteaba, sacaba del bolsillo de su delantal un pañuelo sucio, tosía y luego escupía en el suelo de tierra apisonada del comedor para después secarse la boca y la nariz sin lograr que los rastros de sangre y saliva desaparecieran del todo de su rostro apergaminado. Durante los accesos de tos, al comienzo cuando era muy pequeño, yo me asía fuertemente del brazo de mi padre porque tenía pena y miedo al contagio. Después no. Mi papá me llevaba donde ella sólo cuando mamá estaba ausente, y ella me había prohibido terminantemente acercarme a la casa de doña Juanita, con lo mucho que me gustaban los canarios y ayudarle a ella a darles de comer, y luego las clases de dibujo y pintura que ella me daba en secreto los viernes por las mañanas, y, al final, como premio, permitirme jugar con el Chato, que ponía su cara de fiesta cuando sabía que lo perseguiría para jalarle la cola y hacerlo girar, entre ladridos y risas, no obstante la mirada tristísima que irradiaba de su único ojo con el cual me miraba, y la nostalgia del otro, perdido para siempre en quién sabe qué combate canino en defensa territorial de su barrio o en la disputa de algún amor furtivo.

    Cuando cometía una fechoría, mamá se ensañaba conmigo y solía meterme, a la hora que fuere, en una tina de metal en la que lavaba la ropa y pegarme duro en el trasero mientras me echaba agua fría encima en tanto yo me desgañitaba llorando como un loco. A más gritos, más golpes: la piedad no era el fuerte de mi madre. Supongo que la pobreza y sus secuelas la hacían insensible al llanto, a las súplicas. (Con el tiempo he llegado a comprender y eximir de culpa a esas madres que, como la mía, se ensañan con sus hijos. Y es que no conciben otra forma más efectiva de corregirlos. Ciertamente no la hay entre los desheredados, de allí que recurran a la violencia física como la única forma de exorcizar los fantasmas de la frustración y la derrota que ellas prevén con acertada intuición). De pronto se arma un jaleo. Doña Juanita recrimina acremente a mi madre. Mi madre le dice que no es asunto suyo, que se largue, que cada quien sabe cómo criar a sus hijos. «Loca —le grita insistente doña Juanita—, cómo se le ocurre pegar al chico y bañarlo en agua fría a estas horas». «Usted no se meta donde no la llaman. Quien no tiene hijos y sólo cría animales, no sabe lo que dice», le increpa mi madre. «Deje al niño. No lo siga maltratando. Loca de porquería, lo va a matar». «Loca y tísica es usted y su perro tuerto y sus malditos y raquíticos canarios», responde mi madre. Mientras tanto yo estoy tiritando de frío parado en medio de la tina. Muerto de frío y de miedo porque luego que se marche doña Juanita mamá las emprenderá nuevamente conmigo. Entonces estoy a punto de desmayarme cuando veo al Chato parado frente a la tina (mamá debió dejar la puerta entornada por el lío), mirándome con su único ojo, lleno de compasión y espanto porque lloro a más no poder. Pero luego se acerca y pretende lamerme las piernas como si quisiera secármelas, solidario y compungido, no obstante los insultos y amenazas que siguen fuera.

    Después no sé cómo papá se entera del escándalo. Lo cierto es que un día llega ebrio y amenaza con pegarle a mi madre. Pero no es por el escándalo y los insultos sino más bien porque mi madre y yo hemos urdido una mentira a propósito de un encargo de papá: en su último viaje al puerto, papá trajo dos bolsas de caramelos Ambrosoli rellenos con miel de abeja, uno para nosotros y el otro para doña Juanita a quien los caramelos la enloquecen porque logran mitigar el acre sabor del alcohol, el tabaco y el ácido dulzón de la sangre. El encargo me lo dejó a mí, pero mi madre se opone a que se lo lleve por la enfermedad y su proverbial inquina. Le pregunta a mi madre y ella con desenfado le dice que la vieja está loca si no se acuerda que se tragó los caramelos. Luego mi padre me pregunta, pero yo me niego a responder pues no puedo soportar su mirada inquisidora llena de desprecio al descubrir en la mía la odiosa mentira; entonces las emprende con los dos. Mamá amenaza con largarse de la casa, y es en ese instante que papá se saca la correa y nos pega. Estamos sentados a la mesa en una banca de madera. Mi madre me abraza. Protege mi rostro con el suyo. Me oculta. Yo estoy aterrorizado. Pero entonces mamá me hace a un lado, corre hasta el taller y regresa blandiendo una plancha y amenaza a mi padre con arrojársela a la cara. Mi padre deja la correa, se recoge el cabello lacio que le cubre la frente. Entre lágrimas veo el rostro de la bestia. Y dudo que esa bestia sea mi padre. «Que sea la última», le dice a mi madre y se larga al dormitorio. Yo, definitivamente, no entiendo nada. Pasarán largos años para que lo haga, pero, mientras tanto, me debato en la incertidumbre.

    Lo que tampoco entiendo es la amistad de mi padre con la chilena (y de paso la enemistad con mi madre). No tengo ni la más remota idea desde cuándo ni cuál fue el origen. Supongo que eso pasa siempre. De pronto abrimos los ojos y el mundo está ya allí, definitivamente hecho, y cuando nos preguntamos cómo es que ocurrió es difícil, sino imposible, responder. A menudo nos ocurre también cuando adultos. Pasamos por una calle por la que siempre hemos transitado, y, sin darnos cuenta, como si se tratara de un exabrupto, nos damos de narices con un edificio que hasta hace poco no existía, pero si al cabo de los años nos preguntaran por él juraríamos que siempre estuvo allí. Salvo si nos mostraran una fotografía con un antes y un después caeríamos en la cuenta de cuán equivocados estuvimos. Con las personas y las historias que tejen nos ocurre lo mismo.

   Pero hay momentos en que nada cambia. Eso ocurre cuando niños. Aparentemente, porque los cambios sólo son posibles a largo plazo, en un tiempo que los adultos llaman futuro y que para los niños no existe. Entonces pienso que la felicidad debe consistir es eso o en algo parecido: el tiempo detenido. Pero esto lo estoy pensando ahora. Cuando niño no. El niño vive cada minuto de su existencia como único y lo desea eterno e intransferible. Yo viví ese tiempo irrepetible en mi barrio junto a mis padres, los amigos de la pandilla, doña Juanita y el Chato.

    Los viernes de cada semana, muy temprano, casi al despuntar el alba,  mamá salía de casa con dirección a la chacra de mis abuelos. La chacra era pequeña pero rica en árboles frutales. Mamá no cargaba conmigo sobre todo los veranos porque más de una vez me había atragantado con fruta caliente, y ella debió afrontar las consecuencias de mis afecciones intestinales, las fiebres y los múltiples insomnios. De la chacra de los abuelos mamá pasaba a la de sus tías, hermanas de la abuela, más grande y rica en tubérculos y verduras. Ambos emporios eran nuestra salvación cuando la economía en casa no marchaba debido a la escasez de trabajo que asolaba el carácter de mi padre. Precisamente en esas mañanas de ausencia de mi madre (mi padre siempre al otro lado de la frontera) me deshacía de los juegos de la pandilla del barrio y corría a la casa de la chilena, quien, a diferencia de otros días, se hallaba exultante al recibirme como lo haría una madre con su hijo pródigo.

   No más ingresar, me alcanzaba los instrumentos de labranza (así los llamaba ella) y nos metíamos al pequeño jardín de esa casita de cuentos. Y en tanto que abríamos surcos para que discurriera el agua, acomodábamos la manguera para evitar los aniegos mientras podábamos algunas ramas que nos pudieran lastimar. Doña Juanita me preguntaba por mis padres (pero sobre todo por la «loca» de mi madre) y yo presto le respondía, para congraciarme con ella, denigrando a la «loca»; pero ella se molestaba porque después de todo, decía, era mi madre. Hablaba mientras trabajábamos (si trabajar era lo que hacíamos) y cada cierto tiempo ella iba hacia la mesa del emparrado y se servía una copa de vino tinto: «¡Ah, pura vida, Señor!», exclamaba luego de escanciar el tinto. Una vez que concluíamos nuestras tareas pasábamos a lo de los canarios. Tres jaulas llenas de canarios hacían de su canoro canto un escándalo de trinos. Doña Juanita les había puesto nombres y cuando les daba de comer los llamaba uno a uno y ellos respondían a su requerimiento como lo haría un niño pequeño al llamado de su madre. «No te acerquí a los nidos», me decía a menudo, pero sin el afán de llamarme la atención como lo hubiese hecho mi madre: no un reproche sino más bien una caricia de advertencia. Yo la ayudaba con la lechuga, y, cuando había un poco de dinero, pelando los huevos cocidos para entregarle las yemas. Luego llenaba los depósitos de agua y las pequeñas tinas para el baño. De pronto, uno o dos de ellos se daban un chapuzón y nos salpicaban con agua y hojuelas de alpiste, y doña Juanita y yo nos echábamos a reír como dos chiquillos malcriados, hasta que a ella le venía la tos y la ahogaba y se ponía morada y se doblaba y escupía sangre, cuajos de sangre viva, rojísima, mientras se apoyaba en uno de los soportes del emparrado y allí se quedaba estática, agónica, hasta que las convulsiones nuevamente la remecían cimbreándola como a una flor marchita a punto de desgajarse. Yo me la quedaba mirando con una pena enorme no obstante el asco que me revolvía las entrañas. No osaba acercarme por miedo al contagio, y más bien retrocedía hasta las jaulas de los canarios que, de pronto, habían enmudecido conteniendo sus trinos en un silencio ominoso de dolor al igual que yo lo hacía con mis lágrimas. Sin embargo, pasados unos minutos la veía erguirse a duras penas, con un esfuerzo que siempre me pareció superior a las posibilidades de su magro cuerpo, y, con paso vacilante se dirigía a la mesa para tomarse otra copa de vino; luego, un poco despatarrada, sentarse en una de las bancas del comedor, limpiarse con pudor, con un pudor y una dignidad que nunca abandonó, los residuos de la «maldita enfermedad». Pero después, no sé si por el efecto del alcohol o de la costumbre, se levantaba e iba hasta el pilón donde dejaba que un chorro de agua le cayera en la cabeza que sacudía con furia. Yo, espabilándome de mi torpeza, corría hasta su dormitorio, cogía una toalla y se la llevaba hasta el pilón donde ella me estaba esperando con uno de sus brazos tendidos hacia atrás.

    Con lo ocupados que habíamos estado no reparamos en la ausencia del Chato. Doña Juanita tenía pánico de que se lo envenenaran (mi madre decía que nadie gastaría pólvora en gallinazos, con lo feo que era). Así que después de peinarse salió a la calle y comenzó a llamarlo a viva voz: «¡Chato! ¡Chato! ¡Chatooo!» (hoy, a la distancia, cuando el insomnio me desasosiega, una vieja nostalgia me hace suspirar: la chillona voz de  mi madre llamándome para algún mandado y la de doña Juanita llamando a su perro). Al regresar doña Juanita se acomodó en la banca del emparrado y luego de disponer sobre la mesa nuestro material de trabajo, que sacaba invariablemente de un baúl que solía esconder debajo de su cama, me dijo: «Ya pu, a comenzar m’ hijito». Entonces, bajo su atenta mirada, yo empezaba a dibujar, primero, y a pintar, después, con cierta prolijidad y una alegría tan grande que no lograba reparar muchas veces en las correcciones que me hacía mi maestra. Cuando no lograba dominar el trazado de una curva, el ingrávido  vuelo de una gaviota o el movimiento casi imperceptible de las alas de una mariposa, ella cogía mi pequeña mano y la empezaba a llevar con la sutileza, la destreza de la artista que era. De cuándo en cuándo yo miraba su mano huesuda llena de manchas oscuras, pero casi no la sentía, tampoco sentía el frío que seguramente la consumía, ni el rezago de las procelosas corrientes de sangre infectada que la habían convulsionado no hacía mucho, sólo sentía un calor agradable, un calor que era como un abrazo protector que me guiaba por los difíciles caminos del arte, y que yo seguía sumiso no obstante su aliento de alimaña decompuesta, de alcohol barato, el acre humor de su cuerpo y el rancio olor de la ropa que llevaba puesta. «¡Eso, mi hijito, así se hace!», la escuchaba exclamar cuando lograba dominar algunas formas y aplicar los colores tal como ella me había enseñado. De pronto un empujón violento a la vieja puerta de la casa y ya el Chato estaba entre nosotros. Doña Juanita lo subía a su regazo y le hacía cariños y lo besaba en el hocico. Formaban una pareja inseparable.

   Fue al terminar las vacaciones de quinto grado, cuando me preparaba para ingresar a la secundaria, que comencé a toser. Una tos que me ahogaba y me dejaba   exhausto sin ánimo para nada que no fuera buscar aliento para abrevar el aire que requerían mis pulmones maltrechos. Pero fue cuando escupí sangre que las peleas entre mis padres se tornaron más violentas, hasta que un día mi padre, incapaz de soportar las recriminaciones de mi madre, se marchó de casa y se fue a vivir al otro lado de la frontera.


   Mi madre, como siempre, salía los viernes muy temprano y regresaba al mediodía con la cesta casi vacía y una mirada en la que se empozaba la tristeza y el odio. Y fue precisamente un viernes al despuntar el alba que escuché el llanto desgarrador del Chato. Dejé la cama y salí como pude, a pesar de la fiebre que me consumía, y me dirigí a la casa de doña Juanita, de donde provenían los lastimeros aullidos. Un policía estaba parado junto a la vieja puerta de la casa. La puerta estaba abierta. Me acerqué con miedo porque los aullidos iban en aumento y lo que vi me paralizó: doña Juanita yacía tendida en un rincón del jardín sobre un charco de sangre y tenía el rostro destrozado. El Chato estaba a su lado y al verme comenzó a tiritar. «Le dieron con un objeto contundente», fue lo único que dijo el policía cuando yo comencé a llorar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario