lunes, 7 de septiembre de 2015

OLVIDO QUE NUNCA LLEGAS DE ARTIDORO VELAPATIÑO


OLVIDO QUE NUNCA LLEGAS
Artidoro Velapatino
Cuadernos del Sur, 2011
68pp.



Artidoro Velapatiño Castilla (Ayacucho, 1947). Es profesor en matemáticas por la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle (La Cantuta). Magíster en Matemática por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Fue catedrático de la UNJBG de Tacna hasta 1995, año en que se jubila.
Actualmente es docente en el Instituto de Telecomunicaciones e Informática (ITEL).
Fue miembro destacado del Grupo Intelectual Primero de Mayo. Desde su llegada a Tacna se integró al movimiento literario, publicando en revistas y diarios tacneños. Y es, sin duda, una figura fundamental de la generación del 70. Asimismo, dirige hasta la actualidad el cine club Orson Welles, desarrollando diversos ciclos de proyección fílmica en la ciudad.
Codirigió las revistas La Cossa Nostra y Canto y Seña, y es parte del comité editorial de Parasito & Huésped. Ha publicado los poemarios A tiempo completo; De entre los muertos y Ajeno oficio; y las plaquetas  Comandante Che Guevara, presente; Al otro lado del camino.


Olvido que nunca llegas de Artidoro Velapatiño es el diálogo del yo poético con la soledad, la angustia, los amigos ausentes, la música, la tragedia colectiva y el pasado que persiste en el dolor. El libro se organiza en torno a dos poemas magistrales de gran intensidad emotiva y sensorial: “Ricardo” III y “Walpurgis Nacht”.
En “Ricardo III”, la música —eje conductor del poema— revela su poder significante constituyéndose en generadora de la capacidad evocativa del poeta, quien inicia la retrospección interna en busca de la reconquista de afectos y seres que poblaron su mundo anterior. “Walpurgis Nacht” es el canto épico de la tragedia y el dolor, síntesis extraordinaria y apasionante que transfigura la violencia vivida en los años 80' y 90', recreándola a manera de antiguas leyendas de horror. La noche —tiempo en que el segundo poema es narrado— sitúa al yo poético-espectador-víctima-lector en un escenario fantástico habitado por criaturas terribles, bebedores nocturnos de la sangre de los hombres: vampiros, lobos, arpías… El horror sobrepasará el ámbito estrictamente literario para revelarnos la naturaleza real de la tragedia que termina anulando al hombre.
Este poemario nos devuelve el mundo lírico del poeta. La musicalidad del lenguaje que se construye a sí mismo a través de la coexistencia de dos lenguas, versos cadenciosos de largo aliento, precisión de las descripciones, identidad del hombre con la naturaleza, dualidad de cosmovisiones, superposición biplánica de realidad y fantasía, juego de antítesis, destrucción del tiempo natural son algunos rasgos del estilo poético de Artidoro Velapatiño, quien recompensa nuestra larga espera con una poesía consolidada, maravillosa, llena de referentes concretos y profundamente lírica.





RICARDO III
(fragmento)

La noche
es la noche y no hay quietud
¿duerme acaso quien ama?

Ahora que nuevamente
mi tristeza se alarga en el tiempo como una batería en solo de Buddy Rich
y las brumas la ensombrecen en la nostálgica ternura
de las cuerdas de Kirwayo
ahora es cuando vienes a mí como brisa en la playa a la hora del crepúsculo
y es tu recuerdo rayito de luna que en la hojarasca te dibuja

SERRAT EN LA PENUMBRA:
     «¡AY MI AMOR!,
         SIN TI NO ENTIENDO EL DESPERTAR»

y tu ausencia es presencia cada vez más
que golpea y golpea como tambor de hojalata
enmudece la guitarra
y son los arpegios palomas que no vuelan nunca

    «¡AY MI AMOR!,
     SIN TI MI CAMA ES ANCHA»

afuera es la garúa y es el viento
tu recuerdo es sombra que va espantando el sueño
crece la noche y qué lejana el alba

      «¡AY MI AMOR!,
         QUE ME DESVELA LA VERDAD»

 afuera es la oscuridad
aquí entre las cenizas del fogón que se extingue
eres chispa que incendia mi quietud

    «ENTRE TÚ  Y YO LA SOLEDAD
      Y UN MANOJILLO DE ESCARCHA»




Walpurgis NachT

TRES

Es la noche no habrá más luna ni en mayo ni en octubre
cierra las puertas las ventanas cierra hora es de los cadáveres redivivos
que tu sangre nuestra sangre acechan y rondando están tu esquina
convocando está el Conde a sus lobos sus vampiros sus arpías
infestan de ratas cada rincón de tu casa
pon oídos sordos a cantos de sirena no sea que seas tú elegido
y mañana sólo seas recuerdo.

Afuera sopla el viento y aquí adentro quién sabe si esperamos
                     o desesperamos
noche de brujas noche de diablos de aparecidos o desaparecidos
                    quién lo duda
ayer la guitarra                       hoy rumor de balas
ayer el canto                          hoy gritos y susurros
ayer la siembra                        hoy pastos incendiados
ayer fugaz la alegría                  hoy la eterna angustia
ayer el sueño                          hoy la pesadilla
ayer la vida                           hoy la muerte por doquier
   tiempos otros de luz y de sombra y era la poesía
   hoy es la poesía tiempos sombríos y qué lejos el alba
                tierra mía qué te han hecho
                qué nos han hecho amada mía. 

Es la noche y no hay  ya consejas en la penumbra
sólo se aguardan historias terribles o utopías que iluminados
                                                                                                              [profetas anuncian
los más queridos entre los queridos
acaso no están más entre nosotros
y mañana seguiremos huellas que no serán ni rastro
juntaremos cadáveres con nuestros perros de guía.

Qué tiempos estos que sólo despojos cosechamos
que no hallamos sino lagos de Estigia o barcas de Caronte
sin ofrendas que ofrecer a nuestros viajeros
es la noche aúllan lobos y pronto llegarán sicarios
que no dejarán piedra sobre piedra
y harapientas viejas como ratas barrerán con lo que queda
o recogedores de carniceros que anuncian glorias inmarcesibles
con la guadaña de lanza y la palabra divina por escudo
te arrancarán los últimos frutos de tu simiente
o la vida misma en nombre del pueblo y de altos principios.

Es la noche tiemblan las ramas en el viento

y mañana sabremos qué fue de nosotros y de los otros.

jueves, 3 de septiembre de 2015

CLAUSTROS DE RENATO SALAS


CLAUSTROS
Renato Salas Gil
Cuadernos del Sur, 2010
155pp.

Renato Salas Gil (Tacna, 1983)
Egresado de la facultad de Ciencias de la Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura de la Universidad Nacional Jorge Basadre Grohmann.
Ha obtenido los primeros premios, versión de cuento, en los juegos florales de la Facultad de Educación de la UNJBG. Finalista de la Bienal de Arte “Víctor Humareda” (cuento), Lampa-Puno (2009).
Sus cuentos, poesía y artículos se encuentran publicados en revistas y diarios como Límite, Diario Correo de Tacna y La yegua colorá. Ha escrito y dirigido el cortometraje Día 30 (Tacna, 2008).
Actualmente dirige la revista de literatura Sapos y culebras.

Claustros de Renato Salas tiene un estilo narrativo directo, ágil, conmovedor, salvaje y vital. Una bitácora de viaje en la noche que nos revela un mundo juvenil poblado de personajes que lindan entre la soledad, el exceso del alcohol, el sexo y la búsqueda intensa de experiencias que los afirmen en su identidad. El narrador logra conexiones muy bien logradas entre las aventuras de sus personajes y el subconsciente.

El libro se caracteriza por sus variaciones sobre el tema del encierro físico o metafísico ya anunciado desde el título. Una colección de 12 cuentos que narran la historia de un hombre en caída vertiginosa entre el amor, el despecho y el asesinato. Una mujer convertida en mito erótico en el imaginario de una ciudad. El acoso de seres fantásticos que trastocan los sueños de un niño en pesadillas. El amor incestuoso entre dos hermanos y la urgencia de la escritura final. La multiplicidad de intentos de suicidio de un hombre que intenta recuperar el sentido de la muerte entremezclado al misterio, lo inexplicable y el absurdo. Estos y otros relatos conforman el primer universo literario con que este joven autor nos sorprende.


I N T E N T O S


Frente al espejo, el señor Vicente Acebedo jaló el gatillo del revólver que tenía en la sien dejando su oído derecho ahogado en un agudo pitillo por la detonación; para luego de ver la explosión del lóbulo izquierdo del cráneo, maravillarse por la perfección del festín de la sangre, el chisporroteo rojizo, libre, estampándose en las paredes y el piso; aunque temiendo absurdamente que por allí escapase el rostro de la pequeña Emy que lo había asaltado como último recuerdo. Finalmente, su cuerpo cayendo como en cámara lenta hasta que el alfombrado piso lo recibió en paz.

Se sintió relajado, sumido en una oscuridad que comprobó era por sus ojos cerrados, pues, al abrirlos, reconocieron la misma alfombra, las patas de los muebles primero y poco a poco lo demás, el interior de su biblioteca amoblada, los lienzos de tonos opacos, su enorme librero, el espejo de cuerpo entero inmaculado, sin rastros de sangre. Reconoció con el tacto la suavidad de la alfombra y el líquido rojizo deslizarse por su cara. Por un momento, estupefacto, creyó que esa vividez se debería a la extrañeza de la muerte, quién diría lo contrario, llevarse consigo a la eternidad la última escena podría ser el último resultado.

No hubo ninguna luz al final del túnel, ningún resumen de los mejores momentos de la vida; al contrario, tenía los pesares, las angustias, la desesperación, el fracaso y la terrible ciática que lo obligó a moverse con dificultad. Giró su cabeza, el techo de madera, la enorme araña dorada de ocho focos colgando. Con lentitud y cierto temor acercó su mano a la cabeza, sintió un pequeño dolor, casi como una jaqueca después de un día pesado. Palpó con sus dedos el costado derecho de su cráneo, justo en el lugar donde había apuntado el cañón, un agujero le perforaba la sien mientras que agitado confirmaba que el lado izquierdo se hallaba en iguales condiciones.

Se incorporó rápidamente y más le asustó esa agilidad que su aspecto frente al espejo, los cabellos empapados a los costados, la sangre que manaba en menor cantidad había dejado su camisa blanca, teñida. La cara sanguina y sobretodo sus manos tibias lo sumieron en una gran extrañeza.

Fue hasta el baño, en el lavabo vio la sangre mezclarse con el agua y perderse en el sumidero, se llevó una poca al rostro para enjuagarlo, se sacó la camisa y se sintió tentado a verse de perfil. Claramente, la bala había recorrido con perfección una línea recta que dejaba ver una vía libre de lado a lado de su cráneo. Quedó perplejo.

De vuelta en la biblioteca, sin dejar de tantear sus agujeros, miró la pistola en el piso, se percató que el agudo pitillo del oído había desaparecido y que por lo visto ni el viejo jardinero Elías había escuchado el disparo.

«¿Cómo es posible?», se preguntó, escuchando su propia voz como si fuera la primera vez. Se tumbó en el sillón, comprobó que la sangre ya no manaba y que los contornos de los agujeros estaban secos; por otra parte, la llegada de Patricia y Emy no era su preocupación, pues regresarían al mediodía. El tiempo pasaba en el reloj de péndulo, lo observó a la distancia; era elegante, sobrio, antiguo, digno de mirar con respeto. Fue hacia él y como era su costumbre se dejó llevar por el péndulo una y otra vez. Vicente Acebedo jamás quedó hipnotizado, pero era una cierta satisfacción relajante realizar el ejercicio con cierta continuidad, así que nuevamente se dejó llevar en aquella deriva infinita, imparable. Necesitaba pensar, o por lo menos, sentirse muerto, dejando las sensaciones comunes de su humanidad, como lo sentía en aquel instante, pues ahora debería pasar al momento de la ingravidez, el despeje espiritual que, imaginaba, sentiría luego del disparo.

Pero aún quedaban posibilidades.

El péndulo, a diferencia de otros momentos, no lo había relajado pero sí mareado. Se dirigió hasta el escritorio, cerró los ojos e intentó masajear sus sienes con los dedos; pero estos penetraron en su cráneo y con un rápido instinto los sacó confundido. De repente, un violento retumbar en su pecho, con ojos desorbitados, sintió su corazón mortal palpitando. Con una mano en el pecho, vislumbró un cutter entre los papeles, lo cogió y se dirigió al baño. Sin pensarlo, se metió a la tina, abrió la ducha y con la mano derecha cortó las venas de su muñeca izquierda en sentido vertical, una quemazón invadió aquella zona, el corte no era profundo; entonces, con el cutter en la mano izquierda cortó horizontalmente las venas de la muñeca derecha; la sangre manaba por los cortes y caían como hilos hasta el agua, una debilidad somnolienta lo fue decayendo. La tibieza del agua recibiéndolo le semejó los brazos de Patricia por las noches cuando el amor le ganaba.

El señor Vicente Acebedo tosió intensamente y expectoró gran cantidad de agua, se ahogaba, y aunque contraproducente, palmeó la superficie líquida; entonces, después de intentar sostenerse con los pies en el fondo de la tina teniendo como consecuencia resbalarse a cada momento, se apoyó en los contornos de la misma impulsándose hacia fuera hasta que dos punzadas sincronizadas en sus muñecas le hicieron perder el equilibrio rodando hasta el piso rociado.

Tumbado, tomó bocanadas de aire, alimentándose a mordiscos del ambiente. Otra vez estaban la tina, la ducha, el agua rojiza inundando el piso, sus manos confundidas. Se sostuvo en las piernas llegando a pararse, cerró la llave del agua. Una confusión enorme lo sacudió de pies a cabeza, sus manos temblorosas en su sien, además de darle una señal de plena angustia comprobaban los dos agujeros a los contornos y sus ojos no pudieron dejar de advertir las dos aberturas a modo de bocas que señalaban el lugar exacto donde se había cortado. Los nervios lo asaltaron, las venas no manaban sangre, dobló su muñeca izquierda, la abertura abriéndose en dos pliegues le advirtió la poca profundidad del primer corte hasta que un dolor punzante la contrajo. De pronto pensó en el tiempo, no habría pasado mucho, Patricia y Emy aún no llegarían, no lo encontrarían muerto, pero ¿si lo estaba?

Fue hasta el espejo del baño, su reflejo pálido podría justificarse por el stress, el abatimiento del continuo trabajo y la desesperación de conseguir dinero para la hipoteca. Se examinó el rostro, su cuerpo. Se quitó la ropa hasta quedar desnudo, ninguna marca desconocida ni distinción que lo calificaría como muerto, comprobó que podía seguir aparentando ser tan humano como cualquier otro que caminaba por la calle en ese momento. Claro, pensó, ¿qué estaba pasando en ese momento allá afuera?, ¿qué pasaba al otro lado de la puerta del baño?, ¿la había cerrado al entrar?, tenía la costumbre de hacerlo pero no la de suicidarse cada cierto tiempo; aunque en un solo día lo había intentado dos veces y aparentemente continuaba vivo. ¿Encontraría una habitación nebulosa?, ¿en tinieblas? ¿Podría haberse convertido ese baño en su pequeño mundo? Una sensación claustrofóbica lo empezó a desesperar. Armándose de valor, cogió la perilla y le dio vuelta; pero dudó, miró la ropa mojada en el piso y empezó a ponérsela, estaba fría.

Frente a la puerta, con un profundo suspiro giró la perilla, jaló despacio; el sonido de las bisagras y el crujido de la puerta lo obligaron a abrir de un solo tirón. Era su misma biblioteca, en las insanas condiciones como la había dejado.

Los rastros de sangre en el piso, el reloj péndulo dando las 11:50, el quieto silencio de la casa; aunque algo lejos de la calle, escuchaba las bocinas de buses dando la antesala de la hora punta congestionada.

Vicente Acebedo estaba decidido a enfrentarlo, «¿podría ser que continúe vivo?» Tenía que comprobarlo, la sangre estaba saturada, existían otras posibilidades, la cuerda de la cochera podría sentarle bien.

Salió decidido, sin parar a reparar algún defecto o movilidad extraña, llegó hasta la cochera, buscó la cuerda gruesa en el interior del automóvil, la colgó y ató en la viga, abrió una escalera portátil y con un nudo inteligente simuló una horca tradicional; ya hecha, la pasó por su cuello, tenía una buena distancia entre el piso para quedar suspendido en el aire. Sin pensarlo, el señor Vicente Acebedo dio un pequeño brinco, sintió la soga atenazando su garganta, comprimiendo su traquea, la asfixia, la caída no fue muy larga para ocasionarle una fractura en la vértebra, le fue imposible respirar, sus ojos se le empañaron, los sintió hervir, todo fue dándose borroso y sus músculos casi no los sentía, el temblor de su cuerpo iba disminuyendo hasta que todo se oscureció.

La caída contra el suelo fue brutal y su brazo fue lo primero que le dolió al extremo de lanzar un grito ahogado, tosió secamente con una continuidad tísica, se levantó y se apoyó en el carro. La garganta fue el segundo dolor, como una inflamación tremenda, adolorida por el simple pase de saliva cubierta por la piel del cuello que mostraba una hiriente marca rojiza que palpó con sus dedos y que al mínimo toque repercutió en un ardor doloroso.

Recuperó el aliento, su reflejo en el capó del carro era borroso e incongruente, rebobinó sus recuerdos mientras caminaba de su garaje a la biblioteca, el frío intenso le fue calando hasta los huesos, las muñecas adoloridas y una jaqueca terrible. Todo parecía normal, la cocina, el comedor, la sala estaban impecables, su misma biblioteca, aunque restregada por los avatares del suicidio, estaba igual.

La agitación continúa y con ella la aparición de un pequeño dolor palpitante en las zonas heridas, ¿era posible sentir?; pero recordó el mundo que no había visto desde temprano allá en las calles, sólo los sonidos descoordinados podían ser escuchados desde ahí, decidió subir a la azotea. Con decisión recorrió los tres pisos hasta llegar, el sol era tibio, invernal, la opaca neblina aún acechaba los cerros, las calles invadidas de autos y gente; era demasiada vida para ser verdad, demasiada cotidianeidad y vigor allí abajo, demasiados problemas que aún lo asediaban. El señor Vicente Acebedo gritó con todas sus fuerzas aun con el dolor en la garganta; arrodillado en el piso con el malestar en la cabeza, tirado, luego espantado por los cortes en sus muñecas. Tenía que buscar tranquilidad; entonces, tomó impulso y saltó de la azotea, no hubo más ruido que el fino aire en sus oídos, Acebedo recordó a Emy, a Patricia, la hipoteca, su casa de tres pisos ante sus ojos, pero ningún recuerdo nostálgico que lo hagan presa de un último arranque de vida pues, como un clavadista profesional, su cuerpo voló en el espacio hasta que su cabeza chocó contra el pavimento oscureciendo automáticamente su visión.

Abrió los ojos, se sintió liviano, sin dolor, sin fuerzas, dejándose llevar por los adormecimientos tan constantes en lo último del día, ¿del día?; pero además reconoció las botas del viejo jardinero Elías que con su voz pacífica le dijo:



     ¿Señor Acebedo? No se desespere, la ayuda viene en camino, es un verdadero milagro.

viernes, 28 de agosto de 2015

OPERACIÓN CÓNDOR DE JUAN TORRES GÁRATE


OPERACIÓN CÓNDOR
Juan Torres Gárate
Cuadernos del Sur, 2010
159pp.

En la contratapa se lee:

Operación Cóndor es una colección de ocho cuentos que nos adentran nuevamente en el apasionante universo literario de Juan Torres Gárate. Personajes bullendo en atmósferas fantásticas o caóticas, reconstrucción del pasado o disolución del tiempo; sumados a la agilidad de la narración y el lenguaje, atraparán inevitablemente a todo lector dejándolo en el limbo de lo real e insólito.
El reencuentro con un personaje del pasado da origen al engaño y la traición entre un grupo de jóvenes, conduciendo al protagonista por el camino de la venganza y la trasgresión. La llegada inexplicable de un joven de belleza e inocencia extraordinarias, cuya inquietante desaparición adquirirá connotaciones mágicas y míticas. La búsqueda de un hombre lindando entre el delirio de persecución y la dictadura revela una terrible maniobra de represión internacional, destinada a desaparecer a los principales líderes e intelectuales socialistas de la época. Una vieja tísica y un niño envueltos en una historia de nostalgias, rencores y verdades a medias. La miseria humana de una familia en torno a la agonía de una mujer… Son algunas de las historias de este libro, entretejidas con un manejo magistral de la técnica y el lenguaje, que caracterizan y enriquecen la narrativa de su autor.

“La estrategia narrativa desplegada en Operación Cóndor nos muestra un escritor ducho en el manejo de la tensión del relato.”
Jorge Valenzuela

“Juan Torres Gárate nos tenía aún una sorpresa mayor para sus lectores: su incursión en la literatura fantástica en las huellas de los grandes maestros del género, especialmente Borges, Sábato y Cortázar. Su riqueza temática y la versatilidad de su orientación narrativa que partiendo del neorrealismo —su orientación básica—, incursiona espléndidamente en los predios del realismo mágico en cuentos de impecable factura.”

Saúl Domínguez Agüero



Les dejamos un cuento de Operación Cóndor:


NOSTALGIA

Para Pepe Bernardi y la pandilla de Pacheco de Céspedes

La vieja se llamaba Juana. Andaba por encima de los ochenta años y nadie sabía con seguridad desde cuándo vivía en esa casita que ocupaba una de las esquinas de entrada al barrio Pacheco de Céspedes, salvo que era chilena y que tenía un genio endemoniado. Vivía sola en esa casa que parecía salida de un cuento infantil. Tenía dos habitaciones y un patio lleno de plantas casi siempre florecidas y embutidas en toda suerte de cacharros, y un emparrado que le servía de comedor en los veranos ardientes. Sus únicas compañías eran un perro tuerto llamado Chato, un perrito chusco de color blanco con manchas carmesí, y un manojo de canarios, alegrándole la vida, en tres jaulas dispuestas con gusto entre las altas enredaderas que se entretejían con el emparrado del comedor. Era una mujer pobre, vieja, solitaria (con una sola y marchita esperanza) que en noches de nostalgia bebía grandes dosis de licor y fumaba como enajenada la basura de tabaco que le compraba al italiano de la única bodega del barrio.
    —Sí pu, aquí me tiene, don Juanito —se confesaba a mi padre quien, cuando llegaba de viaje del otro lado de la frontera, luego de dejar su equipaje en el taller, separaba una porción de los víveres que traía a casa los fines de semana y se los llevaba a ella—, esperando no sé hasta cuándo. Ayer recibí una carta en la que me dice que tenga paciencia, pero ya no creo en na, don Juanito, ¿cree usted que los milicos lo indulten? Estoy cansada de tanta promesa. Y esta maldita enfermedad, por la puta, don Juanito, que no me deja para na. Oiga, don Juanito, si no fuera por usted, el negocio de los canarios y por las limosnas de la gente a quien lavé la ropa, qué sería de mí, dígame, don Juanito. Puta madre, esto de ser vieja y estar enferma… —la vieja gimoteaba, sacaba del bolsillo de su delantal un pañuelo sucio, tosía y luego escupía en el suelo de tierra apisonada del comedor para después secarse la boca y la nariz sin lograr que los rastros de sangre y saliva desaparecieran del todo de su rostro apergaminado. Durante los accesos de tos, al comienzo cuando era muy pequeño, yo me asía fuertemente del brazo de mi padre porque tenía pena y miedo al contagio. Después no. Mi papá me llevaba donde ella sólo cuando mamá estaba ausente, y ella me había prohibido terminantemente acercarme a la casa de doña Juanita, con lo mucho que me gustaban los canarios y ayudarle a ella a darles de comer, y luego las clases de dibujo y pintura que ella me daba en secreto los viernes por las mañanas, y, al final, como premio, permitirme jugar con el Chato, que ponía su cara de fiesta cuando sabía que lo perseguiría para jalarle la cola y hacerlo girar, entre ladridos y risas, no obstante la mirada tristísima que irradiaba de su único ojo con el cual me miraba, y la nostalgia del otro, perdido para siempre en quién sabe qué combate canino en defensa territorial de su barrio o en la disputa de algún amor furtivo.

    Cuando cometía una fechoría, mamá se ensañaba conmigo y solía meterme, a la hora que fuere, en una tina de metal en la que lavaba la ropa y pegarme duro en el trasero mientras me echaba agua fría encima en tanto yo me desgañitaba llorando como un loco. A más gritos, más golpes: la piedad no era el fuerte de mi madre. Supongo que la pobreza y sus secuelas la hacían insensible al llanto, a las súplicas. (Con el tiempo he llegado a comprender y eximir de culpa a esas madres que, como la mía, se ensañan con sus hijos. Y es que no conciben otra forma más efectiva de corregirlos. Ciertamente no la hay entre los desheredados, de allí que recurran a la violencia física como la única forma de exorcizar los fantasmas de la frustración y la derrota que ellas prevén con acertada intuición). De pronto se arma un jaleo. Doña Juanita recrimina acremente a mi madre. Mi madre le dice que no es asunto suyo, que se largue, que cada quien sabe cómo criar a sus hijos. «Loca —le grita insistente doña Juanita—, cómo se le ocurre pegar al chico y bañarlo en agua fría a estas horas». «Usted no se meta donde no la llaman. Quien no tiene hijos y sólo cría animales, no sabe lo que dice», le increpa mi madre. «Deje al niño. No lo siga maltratando. Loca de porquería, lo va a matar». «Loca y tísica es usted y su perro tuerto y sus malditos y raquíticos canarios», responde mi madre. Mientras tanto yo estoy tiritando de frío parado en medio de la tina. Muerto de frío y de miedo porque luego que se marche doña Juanita mamá las emprenderá nuevamente conmigo. Entonces estoy a punto de desmayarme cuando veo al Chato parado frente a la tina (mamá debió dejar la puerta entornada por el lío), mirándome con su único ojo, lleno de compasión y espanto porque lloro a más no poder. Pero luego se acerca y pretende lamerme las piernas como si quisiera secármelas, solidario y compungido, no obstante los insultos y amenazas que siguen fuera.

    Después no sé cómo papá se entera del escándalo. Lo cierto es que un día llega ebrio y amenaza con pegarle a mi madre. Pero no es por el escándalo y los insultos sino más bien porque mi madre y yo hemos urdido una mentira a propósito de un encargo de papá: en su último viaje al puerto, papá trajo dos bolsas de caramelos Ambrosoli rellenos con miel de abeja, uno para nosotros y el otro para doña Juanita a quien los caramelos la enloquecen porque logran mitigar el acre sabor del alcohol, el tabaco y el ácido dulzón de la sangre. El encargo me lo dejó a mí, pero mi madre se opone a que se lo lleve por la enfermedad y su proverbial inquina. Le pregunta a mi madre y ella con desenfado le dice que la vieja está loca si no se acuerda que se tragó los caramelos. Luego mi padre me pregunta, pero yo me niego a responder pues no puedo soportar su mirada inquisidora llena de desprecio al descubrir en la mía la odiosa mentira; entonces las emprende con los dos. Mamá amenaza con largarse de la casa, y es en ese instante que papá se saca la correa y nos pega. Estamos sentados a la mesa en una banca de madera. Mi madre me abraza. Protege mi rostro con el suyo. Me oculta. Yo estoy aterrorizado. Pero entonces mamá me hace a un lado, corre hasta el taller y regresa blandiendo una plancha y amenaza a mi padre con arrojársela a la cara. Mi padre deja la correa, se recoge el cabello lacio que le cubre la frente. Entre lágrimas veo el rostro de la bestia. Y dudo que esa bestia sea mi padre. «Que sea la última», le dice a mi madre y se larga al dormitorio. Yo, definitivamente, no entiendo nada. Pasarán largos años para que lo haga, pero, mientras tanto, me debato en la incertidumbre.

    Lo que tampoco entiendo es la amistad de mi padre con la chilena (y de paso la enemistad con mi madre). No tengo ni la más remota idea desde cuándo ni cuál fue el origen. Supongo que eso pasa siempre. De pronto abrimos los ojos y el mundo está ya allí, definitivamente hecho, y cuando nos preguntamos cómo es que ocurrió es difícil, sino imposible, responder. A menudo nos ocurre también cuando adultos. Pasamos por una calle por la que siempre hemos transitado, y, sin darnos cuenta, como si se tratara de un exabrupto, nos damos de narices con un edificio que hasta hace poco no existía, pero si al cabo de los años nos preguntaran por él juraríamos que siempre estuvo allí. Salvo si nos mostraran una fotografía con un antes y un después caeríamos en la cuenta de cuán equivocados estuvimos. Con las personas y las historias que tejen nos ocurre lo mismo.

   Pero hay momentos en que nada cambia. Eso ocurre cuando niños. Aparentemente, porque los cambios sólo son posibles a largo plazo, en un tiempo que los adultos llaman futuro y que para los niños no existe. Entonces pienso que la felicidad debe consistir es eso o en algo parecido: el tiempo detenido. Pero esto lo estoy pensando ahora. Cuando niño no. El niño vive cada minuto de su existencia como único y lo desea eterno e intransferible. Yo viví ese tiempo irrepetible en mi barrio junto a mis padres, los amigos de la pandilla, doña Juanita y el Chato.

    Los viernes de cada semana, muy temprano, casi al despuntar el alba,  mamá salía de casa con dirección a la chacra de mis abuelos. La chacra era pequeña pero rica en árboles frutales. Mamá no cargaba conmigo sobre todo los veranos porque más de una vez me había atragantado con fruta caliente, y ella debió afrontar las consecuencias de mis afecciones intestinales, las fiebres y los múltiples insomnios. De la chacra de los abuelos mamá pasaba a la de sus tías, hermanas de la abuela, más grande y rica en tubérculos y verduras. Ambos emporios eran nuestra salvación cuando la economía en casa no marchaba debido a la escasez de trabajo que asolaba el carácter de mi padre. Precisamente en esas mañanas de ausencia de mi madre (mi padre siempre al otro lado de la frontera) me deshacía de los juegos de la pandilla del barrio y corría a la casa de la chilena, quien, a diferencia de otros días, se hallaba exultante al recibirme como lo haría una madre con su hijo pródigo.

   No más ingresar, me alcanzaba los instrumentos de labranza (así los llamaba ella) y nos metíamos al pequeño jardín de esa casita de cuentos. Y en tanto que abríamos surcos para que discurriera el agua, acomodábamos la manguera para evitar los aniegos mientras podábamos algunas ramas que nos pudieran lastimar. Doña Juanita me preguntaba por mis padres (pero sobre todo por la «loca» de mi madre) y yo presto le respondía, para congraciarme con ella, denigrando a la «loca»; pero ella se molestaba porque después de todo, decía, era mi madre. Hablaba mientras trabajábamos (si trabajar era lo que hacíamos) y cada cierto tiempo ella iba hacia la mesa del emparrado y se servía una copa de vino tinto: «¡Ah, pura vida, Señor!», exclamaba luego de escanciar el tinto. Una vez que concluíamos nuestras tareas pasábamos a lo de los canarios. Tres jaulas llenas de canarios hacían de su canoro canto un escándalo de trinos. Doña Juanita les había puesto nombres y cuando les daba de comer los llamaba uno a uno y ellos respondían a su requerimiento como lo haría un niño pequeño al llamado de su madre. «No te acerquí a los nidos», me decía a menudo, pero sin el afán de llamarme la atención como lo hubiese hecho mi madre: no un reproche sino más bien una caricia de advertencia. Yo la ayudaba con la lechuga, y, cuando había un poco de dinero, pelando los huevos cocidos para entregarle las yemas. Luego llenaba los depósitos de agua y las pequeñas tinas para el baño. De pronto, uno o dos de ellos se daban un chapuzón y nos salpicaban con agua y hojuelas de alpiste, y doña Juanita y yo nos echábamos a reír como dos chiquillos malcriados, hasta que a ella le venía la tos y la ahogaba y se ponía morada y se doblaba y escupía sangre, cuajos de sangre viva, rojísima, mientras se apoyaba en uno de los soportes del emparrado y allí se quedaba estática, agónica, hasta que las convulsiones nuevamente la remecían cimbreándola como a una flor marchita a punto de desgajarse. Yo me la quedaba mirando con una pena enorme no obstante el asco que me revolvía las entrañas. No osaba acercarme por miedo al contagio, y más bien retrocedía hasta las jaulas de los canarios que, de pronto, habían enmudecido conteniendo sus trinos en un silencio ominoso de dolor al igual que yo lo hacía con mis lágrimas. Sin embargo, pasados unos minutos la veía erguirse a duras penas, con un esfuerzo que siempre me pareció superior a las posibilidades de su magro cuerpo, y, con paso vacilante se dirigía a la mesa para tomarse otra copa de vino; luego, un poco despatarrada, sentarse en una de las bancas del comedor, limpiarse con pudor, con un pudor y una dignidad que nunca abandonó, los residuos de la «maldita enfermedad». Pero después, no sé si por el efecto del alcohol o de la costumbre, se levantaba e iba hasta el pilón donde dejaba que un chorro de agua le cayera en la cabeza que sacudía con furia. Yo, espabilándome de mi torpeza, corría hasta su dormitorio, cogía una toalla y se la llevaba hasta el pilón donde ella me estaba esperando con uno de sus brazos tendidos hacia atrás.

    Con lo ocupados que habíamos estado no reparamos en la ausencia del Chato. Doña Juanita tenía pánico de que se lo envenenaran (mi madre decía que nadie gastaría pólvora en gallinazos, con lo feo que era). Así que después de peinarse salió a la calle y comenzó a llamarlo a viva voz: «¡Chato! ¡Chato! ¡Chatooo!» (hoy, a la distancia, cuando el insomnio me desasosiega, una vieja nostalgia me hace suspirar: la chillona voz de  mi madre llamándome para algún mandado y la de doña Juanita llamando a su perro). Al regresar doña Juanita se acomodó en la banca del emparrado y luego de disponer sobre la mesa nuestro material de trabajo, que sacaba invariablemente de un baúl que solía esconder debajo de su cama, me dijo: «Ya pu, a comenzar m’ hijito». Entonces, bajo su atenta mirada, yo empezaba a dibujar, primero, y a pintar, después, con cierta prolijidad y una alegría tan grande que no lograba reparar muchas veces en las correcciones que me hacía mi maestra. Cuando no lograba dominar el trazado de una curva, el ingrávido  vuelo de una gaviota o el movimiento casi imperceptible de las alas de una mariposa, ella cogía mi pequeña mano y la empezaba a llevar con la sutileza, la destreza de la artista que era. De cuándo en cuándo yo miraba su mano huesuda llena de manchas oscuras, pero casi no la sentía, tampoco sentía el frío que seguramente la consumía, ni el rezago de las procelosas corrientes de sangre infectada que la habían convulsionado no hacía mucho, sólo sentía un calor agradable, un calor que era como un abrazo protector que me guiaba por los difíciles caminos del arte, y que yo seguía sumiso no obstante su aliento de alimaña decompuesta, de alcohol barato, el acre humor de su cuerpo y el rancio olor de la ropa que llevaba puesta. «¡Eso, mi hijito, así se hace!», la escuchaba exclamar cuando lograba dominar algunas formas y aplicar los colores tal como ella me había enseñado. De pronto un empujón violento a la vieja puerta de la casa y ya el Chato estaba entre nosotros. Doña Juanita lo subía a su regazo y le hacía cariños y lo besaba en el hocico. Formaban una pareja inseparable.

   Fue al terminar las vacaciones de quinto grado, cuando me preparaba para ingresar a la secundaria, que comencé a toser. Una tos que me ahogaba y me dejaba   exhausto sin ánimo para nada que no fuera buscar aliento para abrevar el aire que requerían mis pulmones maltrechos. Pero fue cuando escupí sangre que las peleas entre mis padres se tornaron más violentas, hasta que un día mi padre, incapaz de soportar las recriminaciones de mi madre, se marchó de casa y se fue a vivir al otro lado de la frontera.


   Mi madre, como siempre, salía los viernes muy temprano y regresaba al mediodía con la cesta casi vacía y una mirada en la que se empozaba la tristeza y el odio. Y fue precisamente un viernes al despuntar el alba que escuché el llanto desgarrador del Chato. Dejé la cama y salí como pude, a pesar de la fiebre que me consumía, y me dirigí a la casa de doña Juanita, de donde provenían los lastimeros aullidos. Un policía estaba parado junto a la vieja puerta de la casa. La puerta estaba abierta. Me acerqué con miedo porque los aullidos iban en aumento y lo que vi me paralizó: doña Juanita yacía tendida en un rincón del jardín sobre un charco de sangre y tenía el rostro destrozado. El Chato estaba a su lado y al verme comenzó a tiritar. «Le dieron con un objeto contundente», fue lo único que dijo el policía cuando yo comencé a llorar.


LAS FLORES DE TU BOCA DE ALBERTO PAUCAR CÁCERES




Las flores de tu boca
Alberto Paucar Cáceres
Cuadernos del Sur, 2009
54pp.



Quijote en Manchester



por el victoriano canal camina
imaginando los campos de alhucema,
el caliente, efervescente vaho,
la gigante polvareda en el errante camino,
la templada nobleza de La Mancha.

quijada vencida a estos malos vientos,
cansado, rendido y seco;
aprieta la adarga, la tenue voluntad de vivir
que aún sobreviven en la hidalga mente.

sin molinos que lo aturdan
cruzando los filos del profundo invierno,
coteja los últimos claros de la tarde,
los desvelos, las crueldades del amor;
memoriza unos cuantos nombres propios,
frescas lágrimas lavan,
lamen el oxidado peto.

sabe que soñar es su destino
y escribir la sincopada pena, su condena;
en la ruma de libros no leídos,
mentalmente acomoda una a una
gastadas metáforas, amuletos, monedas,
trinos, trovas que envejecen
en castillos de hueso y polvo.

por un breve momento cree cabalgar
por las verdes colinas de la ajena patria que lo cobija
y parece existir en la dulce dicha que le ofrecen
el lenguaje y la música de Inglaterra;
pero vacila y lo abate la interminable lluvia,
la desesperanza, la congoja que agrieta otra vez
los suburbios del desconsuelo,
rasgando las esquinas, los rescoldos del alma,
haciendo más urgente la distante copla,
las guitarras, la melodía y el materno signo:
el guerrero sonido de Castilla.

está solo y tiene miedo
pues sabe que el valor
es también un don escaso
que los avaros dioses demandan y prestan;
y sabiendo lejano el mar,
se resigna a no llorar.

dolor en bandolera, como puede,
armado de viejas, heroicas hombrías
queja a queja, verso a verso,
despacio, avanza:
celebra el asombro y la belleza de la noche,
en la furia de la primera helada del año:
humilde y loco, cree balbucear una línea;
desnudo, renace y se redime en la palabra,
la mínima, la  indecible;
asustado, resiste el afilado viento,
compendia la sublime gloria de la derrota:
los altos, espléndidos,
magníficos fracasos de su vida.

miércoles, 26 de agosto de 2015

GILDA de Juan Torres Gárate


Así empezó Cuadernos del Sur, una revista de un solo número que luego terminó siendo la Editorial.

Gilda 
(Fragmento)

1



Con Gilda coincidimos en la casa de una prima. Nos veíamos después de varios años, cinco o seis, o quizá más, y la impresión que tuve al verla me puso al borde del infarto. No era para menos: Gilda, la mujer de quien había estado perdidamente enamorado besaba con calculado encanto a nuestra anfitriona. Por aquel entonces vivíamos en el mismo barrio y ella era mi vecina. Por eso, cuando ingresó a la sala, al verme sentado en uno de lo sillones desplegó su hermosa sonrisa, señal inequívoca de reconocimiento. Yo tampoco pude disimular mi alegría. Me levanté y fui a su encuentro. Pronunciamos nuestros nombres al unísono y luego nos quedamos contemplándonos largamente, No has cambiado en absoluto, me dijo sonrojándose. Tú en cambio estás más hermosa, dije no sólo como un cumplido: los años no habían pasado por ese rostro ahora que el color de sus ojos era más violeta que nunca y que su cabello se desmayaba en fatigados bucles sobre la blanca piel de sus hombros desnudos; por lo demás, los años no habían insinuado aún el deterioro de su cuerpo, al contrario, habían subrayado la perfección de sus formas.

La conocí cuando estudiaba la secundaria. Esa secundaria extenuante que cursó mi generación, que nos obligaba a levantarnos de madrugada para el diario repaso de las lecciones y que, en mi caso, me llevaba a recorrer la Avenida Bolognesi cuan larga era dándole duro al estudio, y fue precisamente una mañana de crudo invierno, al empezar julio, lo recuerdo exactamente porque ese día era cumpleaños de mamá, que vi a Gilda por primera vez. Salía del barrio acompañada por un hombre mayor. Ella lo cogía del brazo y charlaban animadamente. Yo había terminado mi tarea y regresaba a casa enfundado en una gruesa chalina cuando, al cruzar la pista, tropecé con la pareja. Me quedé boquiabierto, cautivado por la belleza de la muchacha mientras pasaba de largo. Sin embargo, a poco de hacerlo, ella volteó y, no sé si en realidad lo hizo o fue sólo mi imaginación, me obsequió con una sonrisa y una lánguida mirada de violeta matutina. Me quedé estático mientras bajaban por la Avenida con dirección al mercado. Entré corriendo a casa y me arrojé a los brazos de mi madre para saludarla. Mamá debió pensar que la quería muchísimo.