OPERACIÓN CÓNDOR
Juan Torres Gárate
Cuadernos del Sur, 2010
159pp.
En la contratapa se lee:
Operación Cóndor es una colección de ocho cuentos que
nos adentran nuevamente en el apasionante universo literario de Juan Torres
Gárate. Personajes bullendo en atmósferas fantásticas o caóticas,
reconstrucción del pasado o disolución del tiempo; sumados a la agilidad de la
narración y el lenguaje, atraparán inevitablemente a todo lector dejándolo en
el limbo de lo real e insólito.
El reencuentro
con un personaje del pasado da origen al engaño y la traición entre un grupo de
jóvenes, conduciendo al protagonista por el camino de la venganza y la
trasgresión. La llegada inexplicable de un joven de belleza e inocencia
extraordinarias, cuya inquietante desaparición adquirirá connotaciones mágicas
y míticas. La búsqueda de un hombre lindando entre el delirio de persecución y
la dictadura revela una terrible maniobra de represión internacional, destinada
a desaparecer a los principales líderes e intelectuales socialistas de la
época. Una vieja tísica y un niño envueltos en una historia de nostalgias,
rencores y verdades a medias. La miseria humana de una familia en torno a la
agonía de una mujer… Son algunas de las historias de este libro, entretejidas
con un manejo magistral de la técnica y el lenguaje, que caracterizan y
enriquecen la narrativa de su autor.
“La estrategia
narrativa desplegada en Operación Cóndor
nos muestra un escritor ducho en el manejo de la tensión del relato.”
Jorge Valenzuela
“Juan Torres
Gárate nos tenía aún una sorpresa mayor para sus lectores: su incursión en la
literatura fantástica en las huellas de los grandes maestros del género,
especialmente Borges, Sábato y Cortázar. Su riqueza temática y la versatilidad
de su orientación narrativa que partiendo del neorrealismo —su orientación
básica—, incursiona espléndidamente en los predios del realismo mágico en
cuentos de impecable factura.”
Saúl Domínguez Agüero
Les dejamos un cuento de Operación Cóndor:
NOSTALGIA
Para Pepe Bernardi y la
pandilla de Pacheco de Céspedes
La vieja se llamaba Juana. Andaba
por encima de los ochenta años y nadie sabía con seguridad desde cuándo vivía
en esa casita que ocupaba una de las esquinas de entrada al barrio Pacheco de
Céspedes, salvo que era chilena y que tenía un genio endemoniado. Vivía sola en
esa casa que parecía salida de un cuento infantil. Tenía dos habitaciones y un
patio lleno de plantas casi siempre florecidas y embutidas en toda suerte de
cacharros, y un emparrado que le servía de comedor en los veranos ardientes.
Sus únicas compañías eran un perro tuerto llamado Chato, un perrito chusco de
color blanco con manchas carmesí, y un manojo de canarios, alegrándole la vida,
en tres jaulas dispuestas con gusto entre las altas enredaderas que se
entretejían con el emparrado del comedor. Era una mujer pobre, vieja, solitaria
(con una sola y marchita esperanza) que en noches de nostalgia bebía grandes
dosis de licor y fumaba como enajenada la basura de tabaco que le compraba al
italiano de la única bodega del barrio.
—Sí pu, aquí me tiene, don
Juanito —se confesaba a mi padre quien, cuando llegaba de viaje del otro lado
de la frontera, luego de dejar su equipaje en el taller, separaba una porción
de los víveres que traía a casa los fines de semana y se los llevaba a ella—,
esperando no sé hasta cuándo. Ayer recibí una carta en la que me dice que tenga
paciencia, pero ya no creo en na, don Juanito, ¿cree usted que los milicos lo
indulten? Estoy cansada de tanta promesa. Y esta maldita enfermedad, por la
puta, don Juanito, que no me deja para na. Oiga, don Juanito, si no fuera por
usted, el negocio de los canarios y por las limosnas de la gente a quien lavé
la ropa, qué sería de mí, dígame, don Juanito. Puta madre, esto de ser vieja y
estar enferma… —la vieja gimoteaba, sacaba del bolsillo de su delantal un
pañuelo sucio, tosía y luego escupía en el suelo de tierra apisonada del
comedor para después secarse la boca y la nariz sin lograr que los rastros de
sangre y saliva desaparecieran del todo de su rostro apergaminado. Durante los
accesos de tos, al comienzo cuando era muy pequeño, yo me asía fuertemente del
brazo de mi padre porque tenía pena y miedo al contagio. Después no. Mi papá me
llevaba donde ella sólo cuando mamá estaba ausente, y ella me había prohibido
terminantemente acercarme a la casa de doña Juanita, con lo mucho que me
gustaban los canarios y ayudarle a ella a darles de comer, y luego las clases
de dibujo y pintura que ella me daba en secreto los viernes por las mañanas, y,
al final, como premio, permitirme jugar con el Chato, que ponía su cara de
fiesta cuando sabía que lo perseguiría para jalarle la cola y hacerlo girar,
entre ladridos y risas, no obstante la mirada tristísima que irradiaba de su
único ojo con el cual me miraba, y la nostalgia del otro, perdido para siempre
en quién sabe qué combate canino en defensa territorial de su barrio o en la
disputa de algún amor furtivo.
Cuando cometía una fechoría, mamá
se ensañaba conmigo y solía meterme, a la hora que fuere, en una tina de metal
en la que lavaba la ropa y pegarme duro en el trasero mientras me echaba agua
fría encima en tanto yo me desgañitaba llorando como un loco. A más gritos, más
golpes: la piedad no era el fuerte de mi madre. Supongo que la pobreza y sus
secuelas la hacían insensible al llanto, a las súplicas. (Con el tiempo he
llegado a comprender y eximir de culpa a esas madres que, como la mía, se
ensañan con sus hijos. Y es que no conciben otra forma más efectiva de
corregirlos. Ciertamente no la hay entre los desheredados, de allí que recurran
a la violencia física como la única forma de exorcizar los fantasmas de la
frustración y la derrota que ellas prevén con acertada intuición). De pronto se
arma un jaleo. Doña Juanita recrimina acremente a mi madre. Mi madre le dice
que no es asunto suyo, que se largue, que cada quien sabe cómo criar a sus
hijos. «Loca —le grita insistente doña Juanita—, cómo se le ocurre pegar al
chico y bañarlo en agua fría a estas horas». «Usted no se meta donde no la
llaman. Quien no tiene hijos y sólo cría animales, no sabe lo que dice», le
increpa mi madre. «Deje al niño. No lo siga maltratando. Loca de porquería, lo
va a matar». «Loca y tísica es usted y su perro tuerto y sus malditos y
raquíticos canarios», responde mi madre. Mientras tanto yo estoy tiritando de
frío parado en medio de la tina. Muerto de frío y de miedo porque luego que se
marche doña Juanita mamá las emprenderá nuevamente conmigo. Entonces estoy a
punto de desmayarme cuando veo al Chato parado frente a la tina (mamá debió
dejar la puerta entornada por el lío), mirándome con su único ojo, lleno de
compasión y espanto porque lloro a más no poder. Pero luego se acerca y
pretende lamerme las piernas como si quisiera secármelas, solidario y
compungido, no obstante los insultos y amenazas que siguen fuera.
Después no sé cómo papá se entera
del escándalo. Lo cierto es que un día llega ebrio y amenaza con pegarle a mi
madre. Pero no es por el escándalo y los insultos sino más bien porque mi madre
y yo hemos urdido una mentira a propósito de un encargo de papá: en su último
viaje al puerto, papá trajo dos bolsas de caramelos Ambrosoli rellenos con miel
de abeja, uno para nosotros y el otro para doña Juanita a quien los caramelos
la enloquecen porque logran mitigar el acre sabor del alcohol, el tabaco y el
ácido dulzón de la sangre. El encargo me lo dejó a mí, pero mi madre se opone a
que se lo lleve por la enfermedad y su proverbial inquina. Le pregunta a mi
madre y ella con desenfado le dice que la vieja está loca si no se acuerda que
se tragó los caramelos. Luego mi padre me pregunta, pero yo me niego a
responder pues no puedo soportar su mirada inquisidora llena de desprecio al
descubrir en la mía la odiosa mentira; entonces las emprende con los dos. Mamá
amenaza con largarse de la casa, y es en ese instante que papá se saca la
correa y nos pega. Estamos sentados a la mesa en una banca de madera. Mi madre
me abraza. Protege mi rostro con el suyo. Me oculta. Yo estoy aterrorizado.
Pero entonces mamá me hace a un lado, corre hasta el taller y regresa
blandiendo una plancha y amenaza a mi padre con arrojársela a la cara. Mi padre
deja la correa, se recoge el cabello lacio que le cubre la frente. Entre
lágrimas veo el rostro de la bestia. Y dudo que esa bestia sea mi padre. «Que
sea la última», le dice a mi madre y se larga al dormitorio. Yo,
definitivamente, no entiendo nada. Pasarán largos años para que lo haga, pero,
mientras tanto, me debato en la incertidumbre.
Lo que tampoco entiendo es la
amistad de mi padre con la chilena (y de paso la enemistad con mi madre). No
tengo ni la más remota idea desde cuándo ni cuál fue el origen. Supongo que eso
pasa siempre. De pronto abrimos los ojos y el mundo está ya allí,
definitivamente hecho, y cuando nos preguntamos cómo es que ocurrió es difícil,
sino imposible, responder. A menudo nos ocurre también cuando adultos. Pasamos
por una calle por la que siempre hemos transitado, y, sin darnos cuenta, como
si se tratara de un exabrupto, nos damos de narices con un edificio que hasta
hace poco no existía, pero si al cabo de los años nos preguntaran por él
juraríamos que siempre estuvo allí. Salvo si nos mostraran una fotografía con
un antes y un después caeríamos en la cuenta de cuán equivocados estuvimos. Con
las personas y las historias que tejen nos ocurre lo mismo.
Pero hay momentos en que nada
cambia. Eso ocurre cuando niños. Aparentemente, porque los cambios sólo son
posibles a largo plazo, en un tiempo que los adultos llaman futuro y que para
los niños no existe. Entonces pienso que la felicidad debe consistir es eso o
en algo parecido: el tiempo detenido. Pero esto lo estoy pensando ahora. Cuando
niño no. El niño vive cada minuto de su existencia como único y lo desea eterno
e intransferible. Yo viví ese tiempo irrepetible en mi barrio junto a mis
padres, los amigos de la pandilla, doña Juanita y el Chato.
Los viernes de cada semana, muy
temprano, casi al despuntar el alba,
mamá salía de casa con dirección a la chacra de mis abuelos. La chacra
era pequeña pero rica en árboles frutales. Mamá no cargaba conmigo sobre todo
los veranos porque más de una vez me había atragantado con fruta caliente, y
ella debió afrontar las consecuencias de mis afecciones intestinales, las
fiebres y los múltiples insomnios. De la chacra de los abuelos mamá pasaba a la
de sus tías, hermanas de la abuela, más grande y rica en tubérculos y verduras.
Ambos emporios eran nuestra salvación cuando la economía en casa no marchaba
debido a la escasez de trabajo que asolaba el carácter de mi padre.
Precisamente en esas mañanas de ausencia de mi madre (mi padre siempre al otro
lado de la frontera) me deshacía de los juegos de la pandilla del barrio y
corría a la casa de la chilena, quien, a diferencia de otros días, se hallaba
exultante al recibirme como lo haría una madre con su hijo pródigo.
No más ingresar, me alcanzaba los
instrumentos de labranza (así los llamaba ella) y nos metíamos al pequeño
jardín de esa casita de cuentos. Y en tanto que abríamos surcos para que
discurriera el agua, acomodábamos la manguera para evitar los aniegos mientras
podábamos algunas ramas que nos pudieran lastimar. Doña Juanita me preguntaba
por mis padres (pero sobre todo por la «loca» de mi madre) y yo presto le
respondía, para congraciarme con ella, denigrando a la «loca»; pero ella se
molestaba porque después de todo, decía, era mi madre. Hablaba mientras
trabajábamos (si trabajar era lo que hacíamos) y cada cierto tiempo ella iba
hacia la mesa del emparrado y se servía una copa de vino tinto: «¡Ah, pura
vida, Señor!», exclamaba luego de escanciar el tinto. Una vez que concluíamos nuestras
tareas pasábamos a lo de los canarios. Tres jaulas llenas de canarios hacían de
su canoro canto un escándalo de trinos. Doña Juanita les había puesto nombres y
cuando les daba de comer los llamaba uno a uno y ellos respondían a su
requerimiento como lo haría un niño pequeño al llamado de su madre. «No te
acerquí a los nidos», me decía a menudo, pero sin el afán de llamarme la
atención como lo hubiese hecho mi madre: no un reproche sino más bien una
caricia de advertencia. Yo la ayudaba con la lechuga, y, cuando había un poco
de dinero, pelando los huevos cocidos para entregarle las yemas. Luego llenaba
los depósitos de agua y las pequeñas tinas para el baño. De pronto, uno o dos
de ellos se daban un chapuzón y nos salpicaban con agua y hojuelas de alpiste,
y doña Juanita y yo nos echábamos a reír como dos chiquillos malcriados, hasta
que a ella le venía la tos y la ahogaba y se ponía morada y se doblaba y
escupía sangre, cuajos de sangre viva, rojísima, mientras se apoyaba en uno de
los soportes del emparrado y allí se quedaba estática, agónica, hasta que las
convulsiones nuevamente la remecían cimbreándola como a una flor marchita a
punto de desgajarse. Yo me la quedaba mirando con una pena enorme no obstante
el asco que me revolvía las entrañas. No osaba acercarme por miedo al contagio,
y más bien retrocedía hasta las jaulas de los canarios que, de pronto, habían
enmudecido conteniendo sus trinos en un silencio ominoso de dolor al igual que
yo lo hacía con mis lágrimas. Sin embargo, pasados unos minutos la veía
erguirse a duras penas, con un esfuerzo que siempre me pareció superior a las
posibilidades de su magro cuerpo, y, con paso vacilante se dirigía a la mesa
para tomarse otra copa de vino; luego, un poco despatarrada, sentarse en una de
las bancas del comedor, limpiarse con pudor, con un pudor y una dignidad que
nunca abandonó, los residuos de la «maldita enfermedad». Pero después, no sé si
por el efecto del alcohol o de la costumbre, se levantaba e iba hasta el pilón
donde dejaba que un chorro de agua le cayera en la cabeza que sacudía con
furia. Yo, espabilándome de mi torpeza, corría hasta su dormitorio, cogía una
toalla y se la llevaba hasta el pilón donde ella me estaba esperando con uno de
sus brazos tendidos hacia atrás.
Con lo ocupados que habíamos
estado no reparamos en la ausencia del Chato. Doña Juanita tenía pánico de que
se lo envenenaran (mi madre decía que nadie gastaría pólvora en gallinazos, con
lo feo que era). Así que después de peinarse salió a la calle y comenzó a
llamarlo a viva voz: «¡Chato! ¡Chato! ¡Chatooo!» (hoy, a la distancia, cuando
el insomnio me desasosiega, una vieja nostalgia me hace suspirar: la chillona
voz de mi madre llamándome para algún
mandado y la de doña Juanita llamando a su perro). Al regresar doña Juanita se
acomodó en la banca del emparrado y luego de disponer sobre la mesa nuestro
material de trabajo, que sacaba invariablemente de un baúl que solía esconder
debajo de su cama, me dijo: «Ya pu, a comenzar m’ hijito». Entonces, bajo su
atenta mirada, yo empezaba a dibujar, primero, y a pintar, después, con cierta
prolijidad y una alegría tan grande que no lograba reparar muchas veces en las
correcciones que me hacía mi maestra. Cuando no lograba dominar el trazado de
una curva, el ingrávido vuelo de una gaviota
o el movimiento casi imperceptible de las alas de una mariposa, ella cogía mi
pequeña mano y la empezaba a llevar con la sutileza, la destreza de la artista
que era. De cuándo en cuándo yo miraba su mano huesuda llena de manchas
oscuras, pero casi no la sentía, tampoco sentía el frío que seguramente la
consumía, ni el rezago de las procelosas corrientes de sangre infectada que la
habían convulsionado no hacía mucho, sólo sentía un calor agradable, un calor
que era como un abrazo protector que me guiaba por los difíciles caminos del
arte, y que yo seguía sumiso no obstante su aliento de alimaña decompuesta, de
alcohol barato, el acre humor de su cuerpo y el rancio olor de la ropa que
llevaba puesta. «¡Eso, mi hijito, así se hace!», la escuchaba exclamar cuando
lograba dominar algunas formas y aplicar los colores tal como ella me había
enseñado. De pronto un empujón violento a la vieja puerta de la casa y ya el
Chato estaba entre nosotros. Doña Juanita lo subía a su regazo y le hacía
cariños y lo besaba en el hocico. Formaban una pareja inseparable.
Fue al terminar las vacaciones de
quinto grado, cuando me preparaba para ingresar a la secundaria, que comencé a
toser. Una tos que me ahogaba y me dejaba
exhausto sin ánimo para nada que no fuera buscar aliento para abrevar el
aire que requerían mis pulmones maltrechos. Pero fue cuando escupí sangre que
las peleas entre mis padres se tornaron más violentas, hasta que un día mi
padre, incapaz de soportar las recriminaciones de mi madre, se marchó de casa y
se fue a vivir al otro lado de la frontera.
Mi madre, como siempre, salía los
viernes muy temprano y regresaba al mediodía con la cesta casi vacía y una
mirada en la que se empozaba la tristeza y el odio. Y fue precisamente un
viernes al despuntar el alba que escuché el llanto desgarrador del Chato. Dejé
la cama y salí como pude, a pesar de la fiebre que me consumía, y me dirigí a
la casa de doña Juanita, de donde provenían los lastimeros aullidos. Un policía
estaba parado junto a la vieja puerta de la casa. La puerta estaba abierta. Me
acerqué con miedo porque los aullidos iban en aumento y lo que vi me paralizó:
doña Juanita yacía tendida en un rincón del jardín sobre un charco de sangre y
tenía el rostro destrozado. El Chato estaba a su lado y al verme comenzó a
tiritar. «Le dieron con un objeto contundente», fue lo único que dijo el
policía cuando yo comencé a llorar.