viernes, 28 de agosto de 2015

OPERACIÓN CÓNDOR DE JUAN TORRES GÁRATE


OPERACIÓN CÓNDOR
Juan Torres Gárate
Cuadernos del Sur, 2010
159pp.

En la contratapa se lee:

Operación Cóndor es una colección de ocho cuentos que nos adentran nuevamente en el apasionante universo literario de Juan Torres Gárate. Personajes bullendo en atmósferas fantásticas o caóticas, reconstrucción del pasado o disolución del tiempo; sumados a la agilidad de la narración y el lenguaje, atraparán inevitablemente a todo lector dejándolo en el limbo de lo real e insólito.
El reencuentro con un personaje del pasado da origen al engaño y la traición entre un grupo de jóvenes, conduciendo al protagonista por el camino de la venganza y la trasgresión. La llegada inexplicable de un joven de belleza e inocencia extraordinarias, cuya inquietante desaparición adquirirá connotaciones mágicas y míticas. La búsqueda de un hombre lindando entre el delirio de persecución y la dictadura revela una terrible maniobra de represión internacional, destinada a desaparecer a los principales líderes e intelectuales socialistas de la época. Una vieja tísica y un niño envueltos en una historia de nostalgias, rencores y verdades a medias. La miseria humana de una familia en torno a la agonía de una mujer… Son algunas de las historias de este libro, entretejidas con un manejo magistral de la técnica y el lenguaje, que caracterizan y enriquecen la narrativa de su autor.

“La estrategia narrativa desplegada en Operación Cóndor nos muestra un escritor ducho en el manejo de la tensión del relato.”
Jorge Valenzuela

“Juan Torres Gárate nos tenía aún una sorpresa mayor para sus lectores: su incursión en la literatura fantástica en las huellas de los grandes maestros del género, especialmente Borges, Sábato y Cortázar. Su riqueza temática y la versatilidad de su orientación narrativa que partiendo del neorrealismo —su orientación básica—, incursiona espléndidamente en los predios del realismo mágico en cuentos de impecable factura.”

Saúl Domínguez Agüero



Les dejamos un cuento de Operación Cóndor:


NOSTALGIA

Para Pepe Bernardi y la pandilla de Pacheco de Céspedes

La vieja se llamaba Juana. Andaba por encima de los ochenta años y nadie sabía con seguridad desde cuándo vivía en esa casita que ocupaba una de las esquinas de entrada al barrio Pacheco de Céspedes, salvo que era chilena y que tenía un genio endemoniado. Vivía sola en esa casa que parecía salida de un cuento infantil. Tenía dos habitaciones y un patio lleno de plantas casi siempre florecidas y embutidas en toda suerte de cacharros, y un emparrado que le servía de comedor en los veranos ardientes. Sus únicas compañías eran un perro tuerto llamado Chato, un perrito chusco de color blanco con manchas carmesí, y un manojo de canarios, alegrándole la vida, en tres jaulas dispuestas con gusto entre las altas enredaderas que se entretejían con el emparrado del comedor. Era una mujer pobre, vieja, solitaria (con una sola y marchita esperanza) que en noches de nostalgia bebía grandes dosis de licor y fumaba como enajenada la basura de tabaco que le compraba al italiano de la única bodega del barrio.
    —Sí pu, aquí me tiene, don Juanito —se confesaba a mi padre quien, cuando llegaba de viaje del otro lado de la frontera, luego de dejar su equipaje en el taller, separaba una porción de los víveres que traía a casa los fines de semana y se los llevaba a ella—, esperando no sé hasta cuándo. Ayer recibí una carta en la que me dice que tenga paciencia, pero ya no creo en na, don Juanito, ¿cree usted que los milicos lo indulten? Estoy cansada de tanta promesa. Y esta maldita enfermedad, por la puta, don Juanito, que no me deja para na. Oiga, don Juanito, si no fuera por usted, el negocio de los canarios y por las limosnas de la gente a quien lavé la ropa, qué sería de mí, dígame, don Juanito. Puta madre, esto de ser vieja y estar enferma… —la vieja gimoteaba, sacaba del bolsillo de su delantal un pañuelo sucio, tosía y luego escupía en el suelo de tierra apisonada del comedor para después secarse la boca y la nariz sin lograr que los rastros de sangre y saliva desaparecieran del todo de su rostro apergaminado. Durante los accesos de tos, al comienzo cuando era muy pequeño, yo me asía fuertemente del brazo de mi padre porque tenía pena y miedo al contagio. Después no. Mi papá me llevaba donde ella sólo cuando mamá estaba ausente, y ella me había prohibido terminantemente acercarme a la casa de doña Juanita, con lo mucho que me gustaban los canarios y ayudarle a ella a darles de comer, y luego las clases de dibujo y pintura que ella me daba en secreto los viernes por las mañanas, y, al final, como premio, permitirme jugar con el Chato, que ponía su cara de fiesta cuando sabía que lo perseguiría para jalarle la cola y hacerlo girar, entre ladridos y risas, no obstante la mirada tristísima que irradiaba de su único ojo con el cual me miraba, y la nostalgia del otro, perdido para siempre en quién sabe qué combate canino en defensa territorial de su barrio o en la disputa de algún amor furtivo.

    Cuando cometía una fechoría, mamá se ensañaba conmigo y solía meterme, a la hora que fuere, en una tina de metal en la que lavaba la ropa y pegarme duro en el trasero mientras me echaba agua fría encima en tanto yo me desgañitaba llorando como un loco. A más gritos, más golpes: la piedad no era el fuerte de mi madre. Supongo que la pobreza y sus secuelas la hacían insensible al llanto, a las súplicas. (Con el tiempo he llegado a comprender y eximir de culpa a esas madres que, como la mía, se ensañan con sus hijos. Y es que no conciben otra forma más efectiva de corregirlos. Ciertamente no la hay entre los desheredados, de allí que recurran a la violencia física como la única forma de exorcizar los fantasmas de la frustración y la derrota que ellas prevén con acertada intuición). De pronto se arma un jaleo. Doña Juanita recrimina acremente a mi madre. Mi madre le dice que no es asunto suyo, que se largue, que cada quien sabe cómo criar a sus hijos. «Loca —le grita insistente doña Juanita—, cómo se le ocurre pegar al chico y bañarlo en agua fría a estas horas». «Usted no se meta donde no la llaman. Quien no tiene hijos y sólo cría animales, no sabe lo que dice», le increpa mi madre. «Deje al niño. No lo siga maltratando. Loca de porquería, lo va a matar». «Loca y tísica es usted y su perro tuerto y sus malditos y raquíticos canarios», responde mi madre. Mientras tanto yo estoy tiritando de frío parado en medio de la tina. Muerto de frío y de miedo porque luego que se marche doña Juanita mamá las emprenderá nuevamente conmigo. Entonces estoy a punto de desmayarme cuando veo al Chato parado frente a la tina (mamá debió dejar la puerta entornada por el lío), mirándome con su único ojo, lleno de compasión y espanto porque lloro a más no poder. Pero luego se acerca y pretende lamerme las piernas como si quisiera secármelas, solidario y compungido, no obstante los insultos y amenazas que siguen fuera.

    Después no sé cómo papá se entera del escándalo. Lo cierto es que un día llega ebrio y amenaza con pegarle a mi madre. Pero no es por el escándalo y los insultos sino más bien porque mi madre y yo hemos urdido una mentira a propósito de un encargo de papá: en su último viaje al puerto, papá trajo dos bolsas de caramelos Ambrosoli rellenos con miel de abeja, uno para nosotros y el otro para doña Juanita a quien los caramelos la enloquecen porque logran mitigar el acre sabor del alcohol, el tabaco y el ácido dulzón de la sangre. El encargo me lo dejó a mí, pero mi madre se opone a que se lo lleve por la enfermedad y su proverbial inquina. Le pregunta a mi madre y ella con desenfado le dice que la vieja está loca si no se acuerda que se tragó los caramelos. Luego mi padre me pregunta, pero yo me niego a responder pues no puedo soportar su mirada inquisidora llena de desprecio al descubrir en la mía la odiosa mentira; entonces las emprende con los dos. Mamá amenaza con largarse de la casa, y es en ese instante que papá se saca la correa y nos pega. Estamos sentados a la mesa en una banca de madera. Mi madre me abraza. Protege mi rostro con el suyo. Me oculta. Yo estoy aterrorizado. Pero entonces mamá me hace a un lado, corre hasta el taller y regresa blandiendo una plancha y amenaza a mi padre con arrojársela a la cara. Mi padre deja la correa, se recoge el cabello lacio que le cubre la frente. Entre lágrimas veo el rostro de la bestia. Y dudo que esa bestia sea mi padre. «Que sea la última», le dice a mi madre y se larga al dormitorio. Yo, definitivamente, no entiendo nada. Pasarán largos años para que lo haga, pero, mientras tanto, me debato en la incertidumbre.

    Lo que tampoco entiendo es la amistad de mi padre con la chilena (y de paso la enemistad con mi madre). No tengo ni la más remota idea desde cuándo ni cuál fue el origen. Supongo que eso pasa siempre. De pronto abrimos los ojos y el mundo está ya allí, definitivamente hecho, y cuando nos preguntamos cómo es que ocurrió es difícil, sino imposible, responder. A menudo nos ocurre también cuando adultos. Pasamos por una calle por la que siempre hemos transitado, y, sin darnos cuenta, como si se tratara de un exabrupto, nos damos de narices con un edificio que hasta hace poco no existía, pero si al cabo de los años nos preguntaran por él juraríamos que siempre estuvo allí. Salvo si nos mostraran una fotografía con un antes y un después caeríamos en la cuenta de cuán equivocados estuvimos. Con las personas y las historias que tejen nos ocurre lo mismo.

   Pero hay momentos en que nada cambia. Eso ocurre cuando niños. Aparentemente, porque los cambios sólo son posibles a largo plazo, en un tiempo que los adultos llaman futuro y que para los niños no existe. Entonces pienso que la felicidad debe consistir es eso o en algo parecido: el tiempo detenido. Pero esto lo estoy pensando ahora. Cuando niño no. El niño vive cada minuto de su existencia como único y lo desea eterno e intransferible. Yo viví ese tiempo irrepetible en mi barrio junto a mis padres, los amigos de la pandilla, doña Juanita y el Chato.

    Los viernes de cada semana, muy temprano, casi al despuntar el alba,  mamá salía de casa con dirección a la chacra de mis abuelos. La chacra era pequeña pero rica en árboles frutales. Mamá no cargaba conmigo sobre todo los veranos porque más de una vez me había atragantado con fruta caliente, y ella debió afrontar las consecuencias de mis afecciones intestinales, las fiebres y los múltiples insomnios. De la chacra de los abuelos mamá pasaba a la de sus tías, hermanas de la abuela, más grande y rica en tubérculos y verduras. Ambos emporios eran nuestra salvación cuando la economía en casa no marchaba debido a la escasez de trabajo que asolaba el carácter de mi padre. Precisamente en esas mañanas de ausencia de mi madre (mi padre siempre al otro lado de la frontera) me deshacía de los juegos de la pandilla del barrio y corría a la casa de la chilena, quien, a diferencia de otros días, se hallaba exultante al recibirme como lo haría una madre con su hijo pródigo.

   No más ingresar, me alcanzaba los instrumentos de labranza (así los llamaba ella) y nos metíamos al pequeño jardín de esa casita de cuentos. Y en tanto que abríamos surcos para que discurriera el agua, acomodábamos la manguera para evitar los aniegos mientras podábamos algunas ramas que nos pudieran lastimar. Doña Juanita me preguntaba por mis padres (pero sobre todo por la «loca» de mi madre) y yo presto le respondía, para congraciarme con ella, denigrando a la «loca»; pero ella se molestaba porque después de todo, decía, era mi madre. Hablaba mientras trabajábamos (si trabajar era lo que hacíamos) y cada cierto tiempo ella iba hacia la mesa del emparrado y se servía una copa de vino tinto: «¡Ah, pura vida, Señor!», exclamaba luego de escanciar el tinto. Una vez que concluíamos nuestras tareas pasábamos a lo de los canarios. Tres jaulas llenas de canarios hacían de su canoro canto un escándalo de trinos. Doña Juanita les había puesto nombres y cuando les daba de comer los llamaba uno a uno y ellos respondían a su requerimiento como lo haría un niño pequeño al llamado de su madre. «No te acerquí a los nidos», me decía a menudo, pero sin el afán de llamarme la atención como lo hubiese hecho mi madre: no un reproche sino más bien una caricia de advertencia. Yo la ayudaba con la lechuga, y, cuando había un poco de dinero, pelando los huevos cocidos para entregarle las yemas. Luego llenaba los depósitos de agua y las pequeñas tinas para el baño. De pronto, uno o dos de ellos se daban un chapuzón y nos salpicaban con agua y hojuelas de alpiste, y doña Juanita y yo nos echábamos a reír como dos chiquillos malcriados, hasta que a ella le venía la tos y la ahogaba y se ponía morada y se doblaba y escupía sangre, cuajos de sangre viva, rojísima, mientras se apoyaba en uno de los soportes del emparrado y allí se quedaba estática, agónica, hasta que las convulsiones nuevamente la remecían cimbreándola como a una flor marchita a punto de desgajarse. Yo me la quedaba mirando con una pena enorme no obstante el asco que me revolvía las entrañas. No osaba acercarme por miedo al contagio, y más bien retrocedía hasta las jaulas de los canarios que, de pronto, habían enmudecido conteniendo sus trinos en un silencio ominoso de dolor al igual que yo lo hacía con mis lágrimas. Sin embargo, pasados unos minutos la veía erguirse a duras penas, con un esfuerzo que siempre me pareció superior a las posibilidades de su magro cuerpo, y, con paso vacilante se dirigía a la mesa para tomarse otra copa de vino; luego, un poco despatarrada, sentarse en una de las bancas del comedor, limpiarse con pudor, con un pudor y una dignidad que nunca abandonó, los residuos de la «maldita enfermedad». Pero después, no sé si por el efecto del alcohol o de la costumbre, se levantaba e iba hasta el pilón donde dejaba que un chorro de agua le cayera en la cabeza que sacudía con furia. Yo, espabilándome de mi torpeza, corría hasta su dormitorio, cogía una toalla y se la llevaba hasta el pilón donde ella me estaba esperando con uno de sus brazos tendidos hacia atrás.

    Con lo ocupados que habíamos estado no reparamos en la ausencia del Chato. Doña Juanita tenía pánico de que se lo envenenaran (mi madre decía que nadie gastaría pólvora en gallinazos, con lo feo que era). Así que después de peinarse salió a la calle y comenzó a llamarlo a viva voz: «¡Chato! ¡Chato! ¡Chatooo!» (hoy, a la distancia, cuando el insomnio me desasosiega, una vieja nostalgia me hace suspirar: la chillona voz de  mi madre llamándome para algún mandado y la de doña Juanita llamando a su perro). Al regresar doña Juanita se acomodó en la banca del emparrado y luego de disponer sobre la mesa nuestro material de trabajo, que sacaba invariablemente de un baúl que solía esconder debajo de su cama, me dijo: «Ya pu, a comenzar m’ hijito». Entonces, bajo su atenta mirada, yo empezaba a dibujar, primero, y a pintar, después, con cierta prolijidad y una alegría tan grande que no lograba reparar muchas veces en las correcciones que me hacía mi maestra. Cuando no lograba dominar el trazado de una curva, el ingrávido  vuelo de una gaviota o el movimiento casi imperceptible de las alas de una mariposa, ella cogía mi pequeña mano y la empezaba a llevar con la sutileza, la destreza de la artista que era. De cuándo en cuándo yo miraba su mano huesuda llena de manchas oscuras, pero casi no la sentía, tampoco sentía el frío que seguramente la consumía, ni el rezago de las procelosas corrientes de sangre infectada que la habían convulsionado no hacía mucho, sólo sentía un calor agradable, un calor que era como un abrazo protector que me guiaba por los difíciles caminos del arte, y que yo seguía sumiso no obstante su aliento de alimaña decompuesta, de alcohol barato, el acre humor de su cuerpo y el rancio olor de la ropa que llevaba puesta. «¡Eso, mi hijito, así se hace!», la escuchaba exclamar cuando lograba dominar algunas formas y aplicar los colores tal como ella me había enseñado. De pronto un empujón violento a la vieja puerta de la casa y ya el Chato estaba entre nosotros. Doña Juanita lo subía a su regazo y le hacía cariños y lo besaba en el hocico. Formaban una pareja inseparable.

   Fue al terminar las vacaciones de quinto grado, cuando me preparaba para ingresar a la secundaria, que comencé a toser. Una tos que me ahogaba y me dejaba   exhausto sin ánimo para nada que no fuera buscar aliento para abrevar el aire que requerían mis pulmones maltrechos. Pero fue cuando escupí sangre que las peleas entre mis padres se tornaron más violentas, hasta que un día mi padre, incapaz de soportar las recriminaciones de mi madre, se marchó de casa y se fue a vivir al otro lado de la frontera.


   Mi madre, como siempre, salía los viernes muy temprano y regresaba al mediodía con la cesta casi vacía y una mirada en la que se empozaba la tristeza y el odio. Y fue precisamente un viernes al despuntar el alba que escuché el llanto desgarrador del Chato. Dejé la cama y salí como pude, a pesar de la fiebre que me consumía, y me dirigí a la casa de doña Juanita, de donde provenían los lastimeros aullidos. Un policía estaba parado junto a la vieja puerta de la casa. La puerta estaba abierta. Me acerqué con miedo porque los aullidos iban en aumento y lo que vi me paralizó: doña Juanita yacía tendida en un rincón del jardín sobre un charco de sangre y tenía el rostro destrozado. El Chato estaba a su lado y al verme comenzó a tiritar. «Le dieron con un objeto contundente», fue lo único que dijo el policía cuando yo comencé a llorar.


LAS FLORES DE TU BOCA DE ALBERTO PAUCAR CÁCERES




Las flores de tu boca
Alberto Paucar Cáceres
Cuadernos del Sur, 2009
54pp.



Quijote en Manchester



por el victoriano canal camina
imaginando los campos de alhucema,
el caliente, efervescente vaho,
la gigante polvareda en el errante camino,
la templada nobleza de La Mancha.

quijada vencida a estos malos vientos,
cansado, rendido y seco;
aprieta la adarga, la tenue voluntad de vivir
que aún sobreviven en la hidalga mente.

sin molinos que lo aturdan
cruzando los filos del profundo invierno,
coteja los últimos claros de la tarde,
los desvelos, las crueldades del amor;
memoriza unos cuantos nombres propios,
frescas lágrimas lavan,
lamen el oxidado peto.

sabe que soñar es su destino
y escribir la sincopada pena, su condena;
en la ruma de libros no leídos,
mentalmente acomoda una a una
gastadas metáforas, amuletos, monedas,
trinos, trovas que envejecen
en castillos de hueso y polvo.

por un breve momento cree cabalgar
por las verdes colinas de la ajena patria que lo cobija
y parece existir en la dulce dicha que le ofrecen
el lenguaje y la música de Inglaterra;
pero vacila y lo abate la interminable lluvia,
la desesperanza, la congoja que agrieta otra vez
los suburbios del desconsuelo,
rasgando las esquinas, los rescoldos del alma,
haciendo más urgente la distante copla,
las guitarras, la melodía y el materno signo:
el guerrero sonido de Castilla.

está solo y tiene miedo
pues sabe que el valor
es también un don escaso
que los avaros dioses demandan y prestan;
y sabiendo lejano el mar,
se resigna a no llorar.

dolor en bandolera, como puede,
armado de viejas, heroicas hombrías
queja a queja, verso a verso,
despacio, avanza:
celebra el asombro y la belleza de la noche,
en la furia de la primera helada del año:
humilde y loco, cree balbucear una línea;
desnudo, renace y se redime en la palabra,
la mínima, la  indecible;
asustado, resiste el afilado viento,
compendia la sublime gloria de la derrota:
los altos, espléndidos,
magníficos fracasos de su vida.

miércoles, 26 de agosto de 2015

GILDA de Juan Torres Gárate


Así empezó Cuadernos del Sur, una revista de un solo número que luego terminó siendo la Editorial.

Gilda 
(Fragmento)

1



Con Gilda coincidimos en la casa de una prima. Nos veíamos después de varios años, cinco o seis, o quizá más, y la impresión que tuve al verla me puso al borde del infarto. No era para menos: Gilda, la mujer de quien había estado perdidamente enamorado besaba con calculado encanto a nuestra anfitriona. Por aquel entonces vivíamos en el mismo barrio y ella era mi vecina. Por eso, cuando ingresó a la sala, al verme sentado en uno de lo sillones desplegó su hermosa sonrisa, señal inequívoca de reconocimiento. Yo tampoco pude disimular mi alegría. Me levanté y fui a su encuentro. Pronunciamos nuestros nombres al unísono y luego nos quedamos contemplándonos largamente, No has cambiado en absoluto, me dijo sonrojándose. Tú en cambio estás más hermosa, dije no sólo como un cumplido: los años no habían pasado por ese rostro ahora que el color de sus ojos era más violeta que nunca y que su cabello se desmayaba en fatigados bucles sobre la blanca piel de sus hombros desnudos; por lo demás, los años no habían insinuado aún el deterioro de su cuerpo, al contrario, habían subrayado la perfección de sus formas.

La conocí cuando estudiaba la secundaria. Esa secundaria extenuante que cursó mi generación, que nos obligaba a levantarnos de madrugada para el diario repaso de las lecciones y que, en mi caso, me llevaba a recorrer la Avenida Bolognesi cuan larga era dándole duro al estudio, y fue precisamente una mañana de crudo invierno, al empezar julio, lo recuerdo exactamente porque ese día era cumpleaños de mamá, que vi a Gilda por primera vez. Salía del barrio acompañada por un hombre mayor. Ella lo cogía del brazo y charlaban animadamente. Yo había terminado mi tarea y regresaba a casa enfundado en una gruesa chalina cuando, al cruzar la pista, tropecé con la pareja. Me quedé boquiabierto, cautivado por la belleza de la muchacha mientras pasaba de largo. Sin embargo, a poco de hacerlo, ella volteó y, no sé si en realidad lo hizo o fue sólo mi imaginación, me obsequió con una sonrisa y una lánguida mirada de violeta matutina. Me quedé estático mientras bajaban por la Avenida con dirección al mercado. Entré corriendo a casa y me arrojé a los brazos de mi madre para saludarla. Mamá debió pensar que la quería muchísimo.

martes, 25 de agosto de 2015

La memoria afectiva en Estampas tacneñas Los años 30




La memoria afectiva en Estampas tacneñas Los años 30

Por Gabriela Caballero Delgado


El público se puso de pie mientras iban aplaudiendo rítmicamente. Sus voces se unieron a la de los actores y un solo coro que pregonaba la fraternidad fue extendiéndose por cada espacio del teatro municipal. Pero eso sucedería mucho después de que Luis Cavagnaro Orellana —autor y director de la revista musical Estampas tacneñas Los años 30— presentara la última estampa de la noche y apoyando un brazo sobre el piano, dijera: “la auténtica felicidad es la que se consigue a través del apoyo mutuo”. De eso se trataba todo, de un himno a la solidaridad. Luego ladearía la cabeza, perdiéndose su mirada más allá del público que lo observa. Entonces por unos segundos, solo unos segundos, Luis Cavagnaro ya no estaría allí; se fue remontando a escenarios distintos y  otras imágenes acudieron veloces a su mente en tanto repetía para alguien, para sí mismo, para todos: “la indiferencia… la indiferencia…”.
Estampas tacneñas Los años 30 es una invitación a la nostalgia. Dividida en tres estampas: “En la vieja recova”, “Una kermesse” y “En la Boca del río”.  
—Hay cosas tiernas, hay cosas cómicas, hay cosas reflexivas.
Iluminado, de mirada y palabras cargadas de ternura, evadiéndose a veces hacia su propio mundo, dirigiéndose a los asistentes, reclinándose en el piano cuya música acompañará después cada escena: será así como Lucho Cavagnaro presentará cada estampa, contextualizando las escenas que se desarrollan dentro. Contará de cuando era niño y acompañaba a sus tías Milita y  Catalina. Hablará del tiempo de la ocupación chilena. Cuando los jóvenes que alcanzaban los dieciocho años debían abandonar Tacna para no servir en el ejército de un país que no era el suyo. Cuando agraciadas señoritas tacneñas optaban por la soltería antes de casarse con cualquier oficial del ejército invasor, o acudían al andén del tren aguardando el regreso de los amados... Y será así como cada persona verá los paisajes que poblaron la infancia de este creador y escucharán la historia de sus personajes, reconociendo en ellos sus propias historias. Así será.
“¿Cuál es el corazón de un pueblo?”, pregunta Cavagnaro. “Sus mercados”, se responde. La Recova era un antiguo mercado situado en la avenida Bolognesi, un incendio y la modernidad quisieron que se derrumbaran sus piedras de cantería y se levanten muros de cemento. Ese será el escenario de la primera estampa donde se comenta el alza de los precios y las noticias del periódico local, donde dos vendedores ofrecen piedra de lagarto y cebo de culebra, respectivamente; donde una simpática criada observa con asombro tanto alboroto.
—La gente creía que los lagartos tenían una piedra en la boca; la cual retiraban y colocaban a su costado cada vez que iban a beber en alguna fuente. Era entonces cuando alguien, que había estado observando oculto, aprovechaba la distracción del lagarto, salía, lo empujaba y tomaba la piedra echándose a correr. Aquellas piedras verdes se vendían y la gente las compraba creyendo que con ellas mejorarían su suerte en el amor. Y el cebo de culebra era la panacea: lo curaba todo.
Son dos las escenas profundamente emotivas en esta primera estampa: “Tango de la viejita” y “Tierna elegía para una artista”, con las cuales el autor brinda homenaje a dos mujeres que dejaron profunda huella en su pasado. La viejita había sido en su juventud una orgullosa y adinerada muchacha de origen irlandés, pretendida por los mejores hombres de Tacna; sin embargo, ella no los consideraba a su altura, por lo tanto se negaba a aceptar aquellas propuestas de matrimonio. El tiempo pasó y un día descubrió que estaba sola, había envejecido y la crisis iba dejándola en la miseria. Fue cuando decidió rematar sus muebles, sus vestidos, sus joyas...
—Malbarateó todo lo que tenía, conservó únicamente su cama; pero era muy altiva, nunca aceptó ninguna caridad, ni aun la que venía disfrazada de amistad. Yo me negaba a pasar frente a su casa, no porque sintiera miedo; sino porque me dolía su tragedia. Murió de inanición.
La otra dama era Leontina Laura Marín; sus mariposas en el cabello parecían anticipar algún personaje de las obras de García Márquez. Fue discípula del pintor Alberto Zeballos. Tocaba el piano, cantaba. Mientras una pareja baila delicadamente al fondo del escenario, la voz de Cecibel Castrejón va perfilando a la antigua dama: “Una mariposa prendida en tu pelo / jugaba una niña en tu corazón / fue tu pasar danza que adornó el camino / altivez de reina, voz de ruiseñor.”.
—Ni el bolero, ni el rock, ni el mambo han tenido tanta efervescencia como el charlestón —había dicho el autor al presentar la segunda estampa. Y como no podía dejar a un lado el piano que tocaba animadamente para subir al escenario con los bailarines, se conformó con mirarlos danzar desde abajo, alegre y ansioso como un niño, dando brincos en la banca, haciendo bailar sus dedos sobre las teclas. Ya meneando la cabeza y los hombros de un lado a otro; ya cantando a viva voz con los actores y coros. Así fue como bajó el telón y se acabó la segunda estampa.
En 1963, el asfaltado de la carretera que va de la ciudad al litoral tacneño, se constituyó en un punto de quiebre que dividió en dos la vida de los veraneantes. Antes había sido para ellos un tiempo de dicha. El trabajo colectivo en la construcción de los ranchos con totora y caña, los juegos compartidos, la práctica permanente de la solidaridad los hacía parte de un grupo humano fraterno. Después vendría el cemento y con él, la competencia insana y el afán de ostentación, el individualismo y la desconfianza.
—Yo he tomado esta tercera estampa como una metáfora de hermandad, para valorar el espíritu que se vivía en la playa, donde no había ni ricos ni pobres. La playa era eso: solidaridad.
Finalmente, había que dejarse encantar con el juego de chicos y chicas en las playas de Boca del Río, con el ejercicio humorístico de los forzudos y el canto que pregona la verdadera felicidad. Debía cerrarse el círculo para comprender el sentido de esta revista musical, declarada Patrimonio Cultural de Tacna: la rememoración de un pasado solidario que pertenece a todos. Y quizá el mensaje haya sido asumido completamente; de allí que levantándose de sus asientos, el público aplaudía, cantaba y luego estrechaba la mano de los actores, recordando que el saludo es la forma más elemental de humanidad. Afuera, la niebla iba dejando caer su manto helado sobre la ciudad. Los hombres para defenderse de ella al salir del teatro, deberán aferrarse a la memoria afectiva de este cálido espectáculo que Luis Cavagnaro Orellana y su grupo han ofrecido, gratuitamente, por el aniversario de Tacna. 
      

Tacna, 17 de agosto de 2013

domingo, 16 de agosto de 2015

LOS RELOJES DE ADELA DE GABRIELA CABALLERO


LOS RELOJES DE ADELA
Gabriela Caballero Delgado
Cuadernos del Sur, 2009
100pp.


Gabriela Caballero Delgado (Cusco, 1977). Radica en Tacna hace casi 30 años. Ha egresado de la Facultad de Educación en la Especialidad de Lengua y Literatura de la Universidad Jorge Basadre Grohmann de Tacna.
Sus crónicas y artículos han sido publicados en distintas revistas impresas y electrónicas (Utopía, Límite, Gaceta del INC-Tacna, Diario Correo, Pez de oro, Cometa de papel, La yegua Colorá, Alto de la Luna, El Pueblo, etc.) Coordinadora de la revista de literatura Utopía. Jefa de redacción de La yegua colorá, Asesora literaria de la editorial Cuadernos del Sur.
Fue finalista en la XIV Bienal de Cuento Premio Copé 2006 y; ha ganado el primer premio del I Concurso Nacional de Cuento de ELECTROPUNO 2006.
Sus cuentos han sido publicados en distintas antologías y colecciones.  Fue incluida en El cuento peruano 2001 - 2010 de Ricardo González Vigil.



Los relojes de Adela, ópera prima de Gabriela Caballero Delgado, es una colección de diez cuentos con que damos inicio a la publicación de su obra de ficción.
La llegada de un profesor que, enfrentando a los personajes, inexplicablemente construye una escuela en un pueblo sin niños. El conflicto de un hombre que se descubre sin memoria y preso en una habitación extraña. La angustia de un joven, sufriendo el acoso y la presencia inquietante de tres hombres. La prolongada espera de una mujer aguardando el retorno de quien literalmente le ha dejado en prenda su corazón. Un grupo de muchachos enamorados de una joven que está muriendo, decididos a protegerla de la inminente venida de los otros. Un anciano que olvida un suceso importante. Una historia de amor que trastorna la racionalidad de una mujer. La llegada periódica de fotografías que exhiben la lenta agonía de una niña. El homicidio de una bella mujer en la playa. Y la historia de Adela y sus innumerables relojes incapaces de señalar la hora. Cuentos entretejidos en torno a la soledad, el intimismo, la incomunicación, los celos y el amor; bajo la perspectiva de lo fantástico. Son algunas características de un estilo literario que convierten a Gabriela Caballero Delgado en una valiosa narradora.

“[...] Tiene una gran habilidad para explorar los mundos interiores de sus personajes y para ser todos ellos y ninguno... El lenguaje es por otra parte límpido y muy plástico [...]”

Eduardo González Viaña


Los relojes de Adela


A
l despertar Adela y contemplar la luz filtrándose por los intersticios de su puerta, vuelve a sorprenderse de continuar viva. Palpa sus hombros, su vientre y sus caderas buscando convencerse de una inmaterialidad forzosa. Habría deseado en ese momento no despertar, no percibir el malestar de su cuerpo extremadamente envejecido y no volver a sentirse confundida y engañada con cada siguiente día. Resultó un error creer que esta vez pudo conjurar a la muerte para que viniera por ella, se acostara en su cama y se sumergiese en su cuerpo. Se niega entonces a levantarse. A vestirse con el camisón de diario. A barrer tantas veces su patio hasta la altura del camino y luego poner la tetera en el fogón preparándose el desayuno de las mañanas. Y no por temor a confundir la noche con el día, cuando supuso que la pereza se había apoderado de todos los vecinos que aún no se levantaban y luego se quedó contemplando el cielo, extrañamente iluminado por una luna gigante, sintiendo un atontamiento jamás contado a nadie. No era el temor a esta inversión de tiempos lo que la hacía aferrarse a la cama, sino la seguridad de estar siendo castigada por algún pecado cometido en vidas anteriores. Respira profundo y llora apretándose a la almohada hasta volver a sentirse tranquila. Entreabre los ojos, tratando de adivinar ahora si en verdad amanece o es sólo la noche prolongándose. En la penumbra de su cuarto se superponen las numerosas formas de relojes extendiéndose por todos lados. Relojes en cada rincón y espacio de las paredes cuadriculadas. Relojes sobre los cajones de ropa. Relojes en la cómoda junto al candil.  En el adoratorio, entre las imágenes de santos y velas misioneras. Relojes bajo la cama, junto a su almohada. En la cocina, metidos en las ollas,  sobre las mesas, en las bancas y en las sillas. Relojes creciendo apilados tras la puerta. Relojes colgando en la parra del patio como racimos de horarios. Floreciendo en las macetas. Delicados, multicolores, redondos, cuadriculados, diminutos o gigantes; con formas de balones, mariposas, gatos, campanas, zapatos, torres, niños abrazándose. Relojes acaso con cientos de formas que incluso ella no conoce pero absoluta y totalmente inútiles. Ninguno de ellos podía decirle a Adela si en verdad amanecía.
Nadie se resistió nunca a comprarle un reloj a Adela y obsequiárselo para verle su carita llena de arrugas que se agolpaban y contorsionaban en formas graciosas cuando ella sonreía al descubrir el reloj y le buscaba un nuevo lugar entre las paltas o chirimoyas.  Cómo habrían de saber si Adela odiaba los relojes. Si detestaba sentir su presencia en cada paquete delicadamente envuelto en papel de regalo y cintas de agua. Si sospechaba sus pulsaciones de horario. Si los maldecía en secreto al verlos descomponerse en sus manos y detener el movimiento de sus agujas cuando ella desgarraba el papel, abría la caja y los tomaba por primera vez. Adela odiaba los relojes desde siempre.
Su casa era un lugar lleno de curiosidades para los niños del pueblo. Todos ellos venían a verla después del colegio, cuando antes de llegar a sus hogares se desviaban del camino, tocaban su puerta y la llamaban abuela. Les agradaba tanto contemplarla caminar graciosamente, levantando los pies y retorciendo su cuerpo para evitar pisar los relojes empolvándose en el piso y mostrarles luego los recién obsequiados o recorrer ellos mismos la casa y elegir a los que más les atraían. Tomarlos entre sus manos. Examinar sus colores y formas. Llevarlos junto a sus orejas y oír aquel suave tic-tac desprendiéndose de todos aquellos relojes  y     desaparecer en cuanto volvían a dejarlos en sus sitios. Ignorando que mientras Adela acaricia sus cabellos, no puede dejar de sentir rabia por todos ellos. Los niños estaban creciendo y ella sospechaba que también le obsequiarían nuevos y extraños relojes.
Hace tanto renunció a preguntarse el porqué los relojes se descomponían apenas les aproximaba sus dedos. Siempre pensó si un día sería capaz de deshacerse de todos ellos. Apilarlos en el centro del camino y encender una gran hoguera. Entonces los vería arder y consumirse en una forma única mientras ella danzaría alrededor del fuego. Despreciaba todos aquellos relojes que la hacían más consciente de su existencia diaria. Por eso debía condenarlos al fuego y tal vez terminar arrojándose también para fundirse sin penas ni arrepentimientos. Sólo salvaría a uno de ellos, aquel que no le pertenecía porque era de sus padres y hace cientos de años marcó el momento exacto de su nacimiento, deteniendo el movimiento de sus agujas cuando Adela brotaba de entre las piernas de su madre. Aquel reloj ocupaba un lugar escogido en su cama retornándole recuerdos de una infancia remota y casi irreal. Los otros podrían perderse en el fuego con ella. Pero luego imagina que todo seguirá igual. Los relojes no se fundirían. Aún ahora están apropiándose de su casa. Perpetuando sus propias vidas sin movimientos ni tictac. Negándose a perderse o extinguirse. Intactos e indiferentes al polvo que no los herrumbra. 
Adela sabe que en verdad está amaneciendo. Puede escuchar desde su cama el susurro de voces vecinas en sus casas, el roce repetido de cuerpos entre sábanas de madrugada. Dentro de poco también oirá las olas de hojas secas y basura arrastradas por las escobas, reunidas en montoncitos humeantes a lo largo del camino. Advertirá el crepitar de la leña en los fogones, el bullir del agua hirviendo en las teteras y los pasos de la gente encaminándose con mantas y segaderas a sus chacras por la alfalfa de los animales. Adela contempla todos sus relojes intentando descifrarlos. Su cuerpo está envejeciendo. Y aunque pretende lastimarse, las heridas siempre se le cierran. Ahoga un grito desesperado convencida de una inusual existencia y de que el día de su nacimiento, alguien deliberadamente ha olvidado marcarle la hora de su muerte.
Tacna, 2004

viernes, 14 de agosto de 2015



Momposina (cuentos)
Juan Torres Gárate
Cuadernos del Sur / Gobierno Regional de Tacna, 2007
202 pp.
Edición agotada


En la contratapa:

“...el lenguaje exuberante y fluido, la ironía y las técnicas depuradas que ha empleado hacen de estos cuentos una lectura no solo placentera sino también liberadora de muchos prejuicios y lugares comunes...; permiten “reflexionar y sopesar” muchos aspectos de la problemática humana: niñez, adultez, ancianidad, bastardía, egoísmo, amor, odio, etc. Son cuentos que, para utilizar las palabras de Harold Bloom, nos devuelven la “otredad” que en muchos casos es la de uno mismo..., afianzan nuestro nivel ético en cuanto a aprobar o desaprobar, amar u odiar ciertos hechos, ciertas acciones. La lectura de estos cuentos, a no dudarlo, nos permiten ampliar nuestro mundo, vivir hechos y circunstancias, aunque sea mientras dure su lectura, en un tiempo perfecto: el de Pacheco Céspedes... Por lo demás, la ironía es uno de los aspectos más importantes de la narrativa del autor. En este sentido, leemos literatura no solo para buscar  el autoperfeccionamiento, proyecto de por sí considerable, o para encender la vela del amor a la humanidad, sino —como también dice Bloom— para buscar una mente más original que la nuestra..., la ironía muestra el poder cognoscitivo y el talento del escritor, funciona como un poderoso antiséptico: limpia la mente de la rigidez de las ideologías que pretenden encasillar la cambiante y multiforme realidad  como pretende la corriente sanguínea en el coágulo arterioesclerótico”.
Saúl Domínguez Agüero


“Un bello libro de cuentos. Libro de exquisita y desconcertante diversidad temática en el que, definitivamente, el autor libera su pluma rompiendo el silencio del barrio, donde vive y procrea la palabra, en busca del genio creador de los relatos más inverosímiles que nos atrapan  con el deleite incontrolable de leerlos, sin detenernos, de un solo tirón..., y aún después pareciera que siguiéramos escuchando un leve rumor que nos conmociona y se apodera de nuestro pensamiento: una imagen, un suceso..., hasta la candorosa malicia o la ironía, que el autor domina con suma habilidad, para mantener en suspenso y deleitar al lector”.

Guillermo Quintanilla



Les dejamos un cuento del libro:


S ó l o   e n t o n c e s


A
noche, Alexandra, mientras te esperaba bajo los castaños del jardín, mientras escribía tu nombre en el respaldo de la banca donde me congelo, mientras las cuadrillas de servicio barren y levantan hojas, miles de marchitas hojas que se desgajan de los altos árboles, anoche, vino a mi memoria la tarde de aquel verano cuando nos conocimos. Entonces acababa de fugarme de la casa de mi suegra y de las garras de mi tercera mujer. La tercera vez, Alexandra, que dejaba todo por temor a que mi vida se convirtiera en una rutina bajo la férula de la misma oscura tirana que, ahora, no conforme con celarme hasta el cansancio, me había echado encima a la jauría de sus hermanos que me dejaron dos costillas rotas y el brazo izquierdo en cabestrillo; venía saliendo, Alexandra, de esa pesadilla y es por eso que recuerdo con extraordinaria nitidez la tarde cuando me encontré con tu mirada infantil y tu sonrisa de nardo. Estabas esperándome en Secretaría para una consulta, y fue esa tarde (al verte con tu mochila de osito panda aferrado a tus hombros estrechos, tus bluyines desgastados y tus zapatillas Nike, un cuaderno entre tus manos, y la gracia de espiga al levantarte para estrecharme la mano) que la vejez se me vino de golpe al rostro, que seguramente se surcó de arrugas contenidas hasta ese momento por mi insensata vanidad, por la costumbre de mirarme en el espejo sin remordimientos, aferrándome al ayer; pero también al cuerpo, Alexandra, que se me curvó como si de pronto el techo me hubiera caído encima, porque lo sentí como una rémora, un lastre, una mole difícil de empujar al extremo que en ese mismo instante sentí unos deseos enormes de renguear. Y no te miento que, cuando me dijiste «Qué tal, mucho gusto», con esa voz que todavía me perturba porque sonaba a cristales, a la suave música que produce el paso del aire entre los pétalos de las azucenas, no te miento, Alexandra, que yo casi te digo, con voz grave y cavernosa, «Matusalén, para mí es el gusto», pero me salió un gallo y tú te mataste de la risa.
Y ahora que te veo salir de la universidad rodeada de jóvenes de tu edad, ahora que tienes que dejarlos para  venir molesta bajo la lluvia, que acaricia tu rostro y abraza tu cuerpo, hasta el parque donde te espero; ahora que te demoras y ya no vienes con la prestancia de antes, porque seguramente entre risas y besos quisieras dilatar el tiempo para estar cada vez menos entre mis brazos, siento nostalgia y pena al recordar los dos primeros años que vivimos enamorados y luego la forma, lenta pero inexorable, como se fue deteriorando nuestro amor por todas esas cosas que, ambos, pero sobre todo yo, intuí desde el principio, pero sobre todo por la edad (recuerdo que la primera vez que hicimos el amor estaban tocando «Cuarenta y veinte», entonces reímos juntos mientras nos comíamos a besos; antes me habías dicho «No me importa tu edad, con tal de que seas menor que mi padre», y, Alexandra, créeme, tú no tenías veinte sino dieciséis, y yo cincuenta, el pelmazo de José José se quedaba corto, y fue la primera vez que me bajé la edad para no ser mayor que tu padre); pero entonces me amabas, en cambio ahora..., no hace mucho me dijiste que te jodía que nos vieran entrar juntos al hotel, que te habían dicho que te habían visto con tu abuelito y esas cosas, y en tus ojos una dosis de veneno que me sobrecogió.
Sin embargo, ahora que te veo rodeada de jóvenes, cruza por mi mente el recuerdo de que yo también alguna vez fui joven como tú, y, de pronto, tengo trece años y estamos en la secundaria, en el patio del colegio, en torno a la cancha de básquet, todos en uniforme de física escuchando la charla del profesor y contemplando absolutamente absortos las piernas de Tito, el bonito, el pituquito de la clase, que tenía unas piernas, Alexandra, rosaditas, rellenitas, que nos tenían a todos con el alma en vilo porque nos moríamos por tocárselas, besárselas, pero nos conteníamos porque éramos hombres o estábamos en camino de serlo, y eso, no te miento, no impidió que uno de mis compañeros, el más triste y flaco de la clase, desarbolado, famélico y tísico tuviera que pedir su traslado para no morirse de pena y de vergüenza porque estaba enamorado de Tito y porque, más de una vez, el auxiliar lo había encontrado en el baño masturbándose con la foto de Tito entre las piernas, y nosotros lo habíamos visto perderse por entre los árboles del bosque al final del colegio, perdiéndose siempre entre la bruma y el rostro estragado por el llanto, pensando seguramente en Tito, su amor imposible, y en sus piernas, como ahora yo que sufro cada vez que retiras mis manos de las tuyas: «Mira que jodes, acabo de depilármelas y tú que dale como si no te bastara con vérmelas», y yo que aparto mis manos y extraño los primeros años cuando dejabas que te contemplara absolutamente desnuda, parada sobre la cama y yo tirado en el suelo, mirándote desde abajo con una pasión desenfrenada y luego tú gritándome «Ya, basta, ahora tócame, bésame, hazme lo que quieras», y luego yo que era fuego y me deshacía adorando tu cuerpo que se deshacía también como arcilla entre mis manos, y mi compañero yéndose entre llantos por los confines del bosque hasta donde lo seguía para exigirle una explicación, como anoche pretendí exigírtela también a ti, que demorabas en despedirte de tus compañeros mientras yo me congelaba bajo los castaños del jardín, las cuadrillas de muchachos terminaban de recoger las hojas caídas, y la bruma que empezaba a borrar la figura de fantoche del más triste y solitario del salón cuando se perdía entre los árboles y sólo se escuchaba el ruido de sus pasos sobre la hojarasca como un susurro, como un quejido que se ahoga congelándose en el frío de junio, yendo a sentarse en el brocal del estanque donde jugaba con el agua, mientras me miraba con una pena tan honda en las pupilas como no he visto en la mirada de otro hombre, miraba sus ojos, Alexandra, como ahora también miro los tuyos tratando de indagar el motivo de tus devaneos, de tus veleidades, de los artilugios de tus pretextos, de tus infantiles pretextos para demorarte siempre más y tenerme aquí esperando como esperaba que sus ojos me dijeran algo, tratando de adivinar esos mensajes cifrados que provenían de su tristísima mirada, pero era imposible porque luego su mirada se perdía entre la espesura del bosque como se pierde la tuya a través de los cristales de la ventana de cualquier hotel adonde te llevo -ahora casi a rastras- y ya no me conversas ni me escuchas como antes cuando luego de hacer el amor, saturados de humo y alcohol, yo recordaba mi vida en voz alta y tú te acurrucabas estrechándome con fuerza cada vez que te dolía mi infancia desvalida, mi adolescencia y juventud maltrechas y eras la terapeuta perfecta cuando ya ebrio dejaba rodar unas cuantas lágrimas que luego tu sorbías solidaria dándome la oportunidad de resarcirme de la vida, de mi vida, ofreciéndome nuevamente tu cuerpo como el antídoto perfecto para que lo tomara de las mil formas como te enseñé a hacerlo, llorando yo con una rabia inmensa, gritando tú de placer, la belleza absoluta instalada en tu rostro donde me fue siempre difícil distinguir la linde exacta entre el placer y el dolor,  el arrobamiento místico y el paroxismo erótico, hasta que agotados vencíamos la tristeza, suplíamos la agonía con tu sonrisa de ángel y tus caricias de madre. Mi cuerpo viejo te entendía y se saciaba, y por eso me duele.
Me duele ahora que precisamente recuerdo que te empiezo a contar como antes y tú te haces a un lado haciéndome mohínes que ni siquiera afean tu rostro y me dices como si nada que me parezco a tu abuelita con la misma cantinela de siempre, que eso ya te lo he contado mil veces y que te aburro hasta el cansancio. Y te atreves a decirme, mientras vacías las últimas gotas de licor, «¿Otra vez, con la misma estupidez?» Supongo que tu abuelita ahora también te jode pero no me atrevo a preguntarte porque estoy herido, entonces prefiero disimular, no en vano pasan los años que lo hacen a uno más paciente, más cauto, menos agresivo; pero es también en esos momentos que los celos me corroen. A mi edad, Alexandra, ¿te imaginas? Un hombre casi viejo víctima de esa enfermedad del alma que te envuelve con su aura de nostalgia, de rabia, impotencia y ansiedad; que te paraliza la razón, te estupidiza el sentido común llevándote por  senderos inéditos de locura, como lo llevó a él el día que Tito me dio un beso en la mejilla cuando descubrió una flor de retama entre las páginas de su cuaderno y creyó que era yo quien se la había regalado, y él que me miró con odio y salió de clase dando un portazo, esperándome luego en el patio para tomarme por el cuello arrinconándome contra la pared, diciéndome miles de sandeces y exigiéndome una pronta aclaración, y yo, una y mil veces, jurándole que nada tenía que ver, que estaba tan sorprendido como él y deseoso más bien de aclarar las cosas, y él «Mejor no», cuando me soltó, diciéndome entre un sordo murmullo de suspiros y frases rotas, «Mejor no, mejor no», sentándose luego en uno de los sardineles del patio y echándose a llorar como el niño que era, y yo compungido por ese beso, sucio y puro, por esos labios de Tito, que húmedos e inocentes se posaron en mi mejilla, como los tuyos, Alexandra, que en un arrebato de pasión, la primera vez que nos encontramos a solas en mi oficina, fueron el inicio de este amor que aún me perturba, mientras él se iba, como se fue siempre, al bosque, anegado en lágrimas sin esperanza alguna, y como yo ahora que inútilmente te espero en este parque, en esta noche de lluvia y tú que no terminas de llegar, y de pronto pienso que es mejor así, que es mejor que nunca sepas que cuando empezaron tus desplantes y los celos me mataban, empecé a seguirte por las noches sospechando tu perfidia, hasta que en una de ésas te vi saliendo del mismo hotel donde nos habíamos amado sin prejuicios, salías cogida del brazo de un muchacho alto, de caminar atlético, moreno, de pelo ensortijado, perfil guerrero, sonrisa perfecta y unos hermosos ojos gitanos donde la noche y mi corazón quedaron prisioneros.
Entonces, sólo entonces, Alexandra, pude comprender mi antigua pasión, mi desbocado amor por Tito, y los celos, la agonía del triste, del más flaco y desarbolado de la clase, mientras dejo el parque y me interno, con mi cuerpo viejo a rastras y el rostro oculto entre mis manos, en este bosque de edificios, de luces y de vehículos.

  

miércoles, 12 de agosto de 2015

GAVRILO Y LOS OFICIOS HOSTILES DE MARIO CARAZAS




Gavrilo y los oficios hostiles
Mario Carazas
Cuadernos del Sur, 2007
61 pp.

Mario Carazas Conde (Tacna, 1975) Lic. en Administración de Empresas. Ganador en poesía de los Juegos Florales de la UNJBG en 1997. Ganador de los concursos de poesía organizados por la CADELPO – Tacna (Casa del Poeta) en sus versiones de 1999 y 2000. Finalista del Segundo Concurso Nacional de Cuento y Poesía Dedo Crítico de la UNMSM en el 2004 con el poemario Estación de la resaca (inédito). Segundo Puesto en el Concurso de Poesía del Gobierno Regional de Tacna en el 2006. A mediados y finales de los 90 integró el grupo contracultural La liga del Ocio publicando diversas revistas como La liga del Ocio y Las tetas de Sofía. Actualmente labora como docente en la IEP CIMA y en varias academias de preparación universitaria.

Ha publicado Gavrilo y los oficios hostiles (Cuadernos del Sur, 2007), ¿Dónde están los bárbaros? (Cuadernos del Sur, 2007) y El viaje del diente de león (UNJBG, 2014)



Tres poemas que son parte del libro:


VI
LA VIDA DEL BUSCAEMPLEOS LLAMADO  GAVRILO

  
Cortado en tres por un fino cuchillo oriental,
flaco de oportunidad y belleza,
con los bolsillos escarmentados,
finas hileras arrugándome el entrecejo,
blandengue y torpe como un sachet,
amedrentado entre republicanos y reingenierizantes;
mientras una costilla me crece en el pulmón sano,
el resto de pulmones y corbatas erectas en la fila de espera
se afeitan la tos, ensayan los dientes,
el rostro relajado, fotogénico el ánimo,
el alma una nuez, la risa blindada con su margen,
la posición urbana de las manos, el file en sus marcas
y el nerviosismo en un pote sellado,
con todas las de la ley y las más eficientes,
han venido en procesión hechos grada y pulmón;
un nivel alto de mi incompatibilidad con las multitudes
me advierte lo malo de todo esto
aguardando la palabra del gerente
que bastará para sanarme.     



XII
ARS


Un poema puede escribirse
A partir del centro, de la cabeza, del meñique,
De la pelvis, de la nuca, del talón;
No son trozos sino trazos
No es orden sino desvarío
No es cortina ni escena.
Un poema no es un plato de comida
No es un mapa ni un reloj
No es una prenda sobre otra prenda.
Un poema es un fragmento
Un fragmento es un batiscafo
Un batiscafo es un dado en movimiento
Un dado es el tercer planeta
                                                  Sumergido
En la belleza sucia y diminuta
                                                      De una lágrima.
Por eso hay poemas que hacen llorar
Vomitivos, desafinados y aburridos.
Al bostezar o conmoverme
La lágrima se orilla igual
Agua infecunda e insecticida
Mis ojos ya no lloran
Reman,                      ergo
Lloro
Porque las lágrimas sobran.

Porque el poema es una equivocación
Mantra, especulación
Dislates que el poeta mal celebra
Al no encontrarse pulgas

O algún corazón
Al que mutilar
Descoyuntar
Victimar
O encebollar.
Porque aquí
Justo aquí
Sin culinaria
Ni reflectores
Ni la risa cachacienta de
                                         Amadeus
Escribo en mi cama, mi tarima, mi lecho
Nunca a la altura del catre
Que sí tiene la estatura de la lujuria
Escribo y tacho
Tuerzo y clavo
Un letrero que no firmo
«AQUÍ MURIÓ EL PAYASO».

  

XXIII       
GAVRILO SIENTA CABEZA, ESTACA Y LEVANTA MUROS


Tú y yo. Inquilinos de una fosa demasiado ventilada,
provincianos hasta el sebo de nuestras sopas,
salario congelado y unas tallas menos;
levantamos planes, paredes y a un cerro
a todas luces disecado por escaleras de piedra,
achatado en sus polos, donde hincaron con fruición
la Gran Cruz como un diente donde ninguna señal de cable
y sí, los rumores más cáusticos de los cuchicheos barriales
logran competir con tu pequeño en brazos,
con pulmones del tamaño de los baldes
a pura fuerza y reclamo.

Tú y yo nos agolpábamos a las iglesias,
no por conversión, sí como palomas por las construcciones,
con aquel tono bárbaro que nos asiste, que predice
                                                                                                              [arrepentimiento,
piedra Pedro que fuera peldaño
en que Abraham construyera el templo.
Ahora que los dioses no me sustentan
y me impactan sus containers más sólidos,
sólo veo a sus rostros vacilantes y perfiles severos, vaciarse en            
                                                                                                             [cubos y pertrechos,
entre arrojadas oraciones como higos por chamanes y                                                                                                                                                         [florecimientos.
Ahora que nos tocó ser el plato frío,
ostracismo al cual fui preparado unánime y umbilical,
no puedo sino extenderles algún taimado interés por mercancías.
Yo sé bien, cariño: las cervezas nunca se van a acabar
y los polos se achatarán aún más,

el cuerpo merece al movimiento
y el corazón se alimenta de sangre y ternura.
Amables mancebos fuimos, de un mismo sueño acentuado
como un cerro alto que nadie taló, por hidra y muchos cuellos,
donde ni el insomnio ni mis lecturas treparon
y sí, el agotamiento «porque mañana hay que trabajar
                                           y déjate de cosas».