lunes, 7 de septiembre de 2015

OLVIDO QUE NUNCA LLEGAS DE ARTIDORO VELAPATIÑO


OLVIDO QUE NUNCA LLEGAS
Artidoro Velapatino
Cuadernos del Sur, 2011
68pp.



Artidoro Velapatiño Castilla (Ayacucho, 1947). Es profesor en matemáticas por la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle (La Cantuta). Magíster en Matemática por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Fue catedrático de la UNJBG de Tacna hasta 1995, año en que se jubila.
Actualmente es docente en el Instituto de Telecomunicaciones e Informática (ITEL).
Fue miembro destacado del Grupo Intelectual Primero de Mayo. Desde su llegada a Tacna se integró al movimiento literario, publicando en revistas y diarios tacneños. Y es, sin duda, una figura fundamental de la generación del 70. Asimismo, dirige hasta la actualidad el cine club Orson Welles, desarrollando diversos ciclos de proyección fílmica en la ciudad.
Codirigió las revistas La Cossa Nostra y Canto y Seña, y es parte del comité editorial de Parasito & Huésped. Ha publicado los poemarios A tiempo completo; De entre los muertos y Ajeno oficio; y las plaquetas  Comandante Che Guevara, presente; Al otro lado del camino.


Olvido que nunca llegas de Artidoro Velapatiño es el diálogo del yo poético con la soledad, la angustia, los amigos ausentes, la música, la tragedia colectiva y el pasado que persiste en el dolor. El libro se organiza en torno a dos poemas magistrales de gran intensidad emotiva y sensorial: “Ricardo” III y “Walpurgis Nacht”.
En “Ricardo III”, la música —eje conductor del poema— revela su poder significante constituyéndose en generadora de la capacidad evocativa del poeta, quien inicia la retrospección interna en busca de la reconquista de afectos y seres que poblaron su mundo anterior. “Walpurgis Nacht” es el canto épico de la tragedia y el dolor, síntesis extraordinaria y apasionante que transfigura la violencia vivida en los años 80' y 90', recreándola a manera de antiguas leyendas de horror. La noche —tiempo en que el segundo poema es narrado— sitúa al yo poético-espectador-víctima-lector en un escenario fantástico habitado por criaturas terribles, bebedores nocturnos de la sangre de los hombres: vampiros, lobos, arpías… El horror sobrepasará el ámbito estrictamente literario para revelarnos la naturaleza real de la tragedia que termina anulando al hombre.
Este poemario nos devuelve el mundo lírico del poeta. La musicalidad del lenguaje que se construye a sí mismo a través de la coexistencia de dos lenguas, versos cadenciosos de largo aliento, precisión de las descripciones, identidad del hombre con la naturaleza, dualidad de cosmovisiones, superposición biplánica de realidad y fantasía, juego de antítesis, destrucción del tiempo natural son algunos rasgos del estilo poético de Artidoro Velapatiño, quien recompensa nuestra larga espera con una poesía consolidada, maravillosa, llena de referentes concretos y profundamente lírica.





RICARDO III
(fragmento)

La noche
es la noche y no hay quietud
¿duerme acaso quien ama?

Ahora que nuevamente
mi tristeza se alarga en el tiempo como una batería en solo de Buddy Rich
y las brumas la ensombrecen en la nostálgica ternura
de las cuerdas de Kirwayo
ahora es cuando vienes a mí como brisa en la playa a la hora del crepúsculo
y es tu recuerdo rayito de luna que en la hojarasca te dibuja

SERRAT EN LA PENUMBRA:
     «¡AY MI AMOR!,
         SIN TI NO ENTIENDO EL DESPERTAR»

y tu ausencia es presencia cada vez más
que golpea y golpea como tambor de hojalata
enmudece la guitarra
y son los arpegios palomas que no vuelan nunca

    «¡AY MI AMOR!,
     SIN TI MI CAMA ES ANCHA»

afuera es la garúa y es el viento
tu recuerdo es sombra que va espantando el sueño
crece la noche y qué lejana el alba

      «¡AY MI AMOR!,
         QUE ME DESVELA LA VERDAD»

 afuera es la oscuridad
aquí entre las cenizas del fogón que se extingue
eres chispa que incendia mi quietud

    «ENTRE TÚ  Y YO LA SOLEDAD
      Y UN MANOJILLO DE ESCARCHA»




Walpurgis NachT

TRES

Es la noche no habrá más luna ni en mayo ni en octubre
cierra las puertas las ventanas cierra hora es de los cadáveres redivivos
que tu sangre nuestra sangre acechan y rondando están tu esquina
convocando está el Conde a sus lobos sus vampiros sus arpías
infestan de ratas cada rincón de tu casa
pon oídos sordos a cantos de sirena no sea que seas tú elegido
y mañana sólo seas recuerdo.

Afuera sopla el viento y aquí adentro quién sabe si esperamos
                     o desesperamos
noche de brujas noche de diablos de aparecidos o desaparecidos
                    quién lo duda
ayer la guitarra                       hoy rumor de balas
ayer el canto                          hoy gritos y susurros
ayer la siembra                        hoy pastos incendiados
ayer fugaz la alegría                  hoy la eterna angustia
ayer el sueño                          hoy la pesadilla
ayer la vida                           hoy la muerte por doquier
   tiempos otros de luz y de sombra y era la poesía
   hoy es la poesía tiempos sombríos y qué lejos el alba
                tierra mía qué te han hecho
                qué nos han hecho amada mía. 

Es la noche y no hay  ya consejas en la penumbra
sólo se aguardan historias terribles o utopías que iluminados
                                                                                                              [profetas anuncian
los más queridos entre los queridos
acaso no están más entre nosotros
y mañana seguiremos huellas que no serán ni rastro
juntaremos cadáveres con nuestros perros de guía.

Qué tiempos estos que sólo despojos cosechamos
que no hallamos sino lagos de Estigia o barcas de Caronte
sin ofrendas que ofrecer a nuestros viajeros
es la noche aúllan lobos y pronto llegarán sicarios
que no dejarán piedra sobre piedra
y harapientas viejas como ratas barrerán con lo que queda
o recogedores de carniceros que anuncian glorias inmarcesibles
con la guadaña de lanza y la palabra divina por escudo
te arrancarán los últimos frutos de tu simiente
o la vida misma en nombre del pueblo y de altos principios.

Es la noche tiemblan las ramas en el viento

y mañana sabremos qué fue de nosotros y de los otros.

jueves, 3 de septiembre de 2015

CLAUSTROS DE RENATO SALAS


CLAUSTROS
Renato Salas Gil
Cuadernos del Sur, 2010
155pp.

Renato Salas Gil (Tacna, 1983)
Egresado de la facultad de Ciencias de la Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura de la Universidad Nacional Jorge Basadre Grohmann.
Ha obtenido los primeros premios, versión de cuento, en los juegos florales de la Facultad de Educación de la UNJBG. Finalista de la Bienal de Arte “Víctor Humareda” (cuento), Lampa-Puno (2009).
Sus cuentos, poesía y artículos se encuentran publicados en revistas y diarios como Límite, Diario Correo de Tacna y La yegua colorá. Ha escrito y dirigido el cortometraje Día 30 (Tacna, 2008).
Actualmente dirige la revista de literatura Sapos y culebras.

Claustros de Renato Salas tiene un estilo narrativo directo, ágil, conmovedor, salvaje y vital. Una bitácora de viaje en la noche que nos revela un mundo juvenil poblado de personajes que lindan entre la soledad, el exceso del alcohol, el sexo y la búsqueda intensa de experiencias que los afirmen en su identidad. El narrador logra conexiones muy bien logradas entre las aventuras de sus personajes y el subconsciente.

El libro se caracteriza por sus variaciones sobre el tema del encierro físico o metafísico ya anunciado desde el título. Una colección de 12 cuentos que narran la historia de un hombre en caída vertiginosa entre el amor, el despecho y el asesinato. Una mujer convertida en mito erótico en el imaginario de una ciudad. El acoso de seres fantásticos que trastocan los sueños de un niño en pesadillas. El amor incestuoso entre dos hermanos y la urgencia de la escritura final. La multiplicidad de intentos de suicidio de un hombre que intenta recuperar el sentido de la muerte entremezclado al misterio, lo inexplicable y el absurdo. Estos y otros relatos conforman el primer universo literario con que este joven autor nos sorprende.


I N T E N T O S


Frente al espejo, el señor Vicente Acebedo jaló el gatillo del revólver que tenía en la sien dejando su oído derecho ahogado en un agudo pitillo por la detonación; para luego de ver la explosión del lóbulo izquierdo del cráneo, maravillarse por la perfección del festín de la sangre, el chisporroteo rojizo, libre, estampándose en las paredes y el piso; aunque temiendo absurdamente que por allí escapase el rostro de la pequeña Emy que lo había asaltado como último recuerdo. Finalmente, su cuerpo cayendo como en cámara lenta hasta que el alfombrado piso lo recibió en paz.

Se sintió relajado, sumido en una oscuridad que comprobó era por sus ojos cerrados, pues, al abrirlos, reconocieron la misma alfombra, las patas de los muebles primero y poco a poco lo demás, el interior de su biblioteca amoblada, los lienzos de tonos opacos, su enorme librero, el espejo de cuerpo entero inmaculado, sin rastros de sangre. Reconoció con el tacto la suavidad de la alfombra y el líquido rojizo deslizarse por su cara. Por un momento, estupefacto, creyó que esa vividez se debería a la extrañeza de la muerte, quién diría lo contrario, llevarse consigo a la eternidad la última escena podría ser el último resultado.

No hubo ninguna luz al final del túnel, ningún resumen de los mejores momentos de la vida; al contrario, tenía los pesares, las angustias, la desesperación, el fracaso y la terrible ciática que lo obligó a moverse con dificultad. Giró su cabeza, el techo de madera, la enorme araña dorada de ocho focos colgando. Con lentitud y cierto temor acercó su mano a la cabeza, sintió un pequeño dolor, casi como una jaqueca después de un día pesado. Palpó con sus dedos el costado derecho de su cráneo, justo en el lugar donde había apuntado el cañón, un agujero le perforaba la sien mientras que agitado confirmaba que el lado izquierdo se hallaba en iguales condiciones.

Se incorporó rápidamente y más le asustó esa agilidad que su aspecto frente al espejo, los cabellos empapados a los costados, la sangre que manaba en menor cantidad había dejado su camisa blanca, teñida. La cara sanguina y sobretodo sus manos tibias lo sumieron en una gran extrañeza.

Fue hasta el baño, en el lavabo vio la sangre mezclarse con el agua y perderse en el sumidero, se llevó una poca al rostro para enjuagarlo, se sacó la camisa y se sintió tentado a verse de perfil. Claramente, la bala había recorrido con perfección una línea recta que dejaba ver una vía libre de lado a lado de su cráneo. Quedó perplejo.

De vuelta en la biblioteca, sin dejar de tantear sus agujeros, miró la pistola en el piso, se percató que el agudo pitillo del oído había desaparecido y que por lo visto ni el viejo jardinero Elías había escuchado el disparo.

«¿Cómo es posible?», se preguntó, escuchando su propia voz como si fuera la primera vez. Se tumbó en el sillón, comprobó que la sangre ya no manaba y que los contornos de los agujeros estaban secos; por otra parte, la llegada de Patricia y Emy no era su preocupación, pues regresarían al mediodía. El tiempo pasaba en el reloj de péndulo, lo observó a la distancia; era elegante, sobrio, antiguo, digno de mirar con respeto. Fue hacia él y como era su costumbre se dejó llevar por el péndulo una y otra vez. Vicente Acebedo jamás quedó hipnotizado, pero era una cierta satisfacción relajante realizar el ejercicio con cierta continuidad, así que nuevamente se dejó llevar en aquella deriva infinita, imparable. Necesitaba pensar, o por lo menos, sentirse muerto, dejando las sensaciones comunes de su humanidad, como lo sentía en aquel instante, pues ahora debería pasar al momento de la ingravidez, el despeje espiritual que, imaginaba, sentiría luego del disparo.

Pero aún quedaban posibilidades.

El péndulo, a diferencia de otros momentos, no lo había relajado pero sí mareado. Se dirigió hasta el escritorio, cerró los ojos e intentó masajear sus sienes con los dedos; pero estos penetraron en su cráneo y con un rápido instinto los sacó confundido. De repente, un violento retumbar en su pecho, con ojos desorbitados, sintió su corazón mortal palpitando. Con una mano en el pecho, vislumbró un cutter entre los papeles, lo cogió y se dirigió al baño. Sin pensarlo, se metió a la tina, abrió la ducha y con la mano derecha cortó las venas de su muñeca izquierda en sentido vertical, una quemazón invadió aquella zona, el corte no era profundo; entonces, con el cutter en la mano izquierda cortó horizontalmente las venas de la muñeca derecha; la sangre manaba por los cortes y caían como hilos hasta el agua, una debilidad somnolienta lo fue decayendo. La tibieza del agua recibiéndolo le semejó los brazos de Patricia por las noches cuando el amor le ganaba.

El señor Vicente Acebedo tosió intensamente y expectoró gran cantidad de agua, se ahogaba, y aunque contraproducente, palmeó la superficie líquida; entonces, después de intentar sostenerse con los pies en el fondo de la tina teniendo como consecuencia resbalarse a cada momento, se apoyó en los contornos de la misma impulsándose hacia fuera hasta que dos punzadas sincronizadas en sus muñecas le hicieron perder el equilibrio rodando hasta el piso rociado.

Tumbado, tomó bocanadas de aire, alimentándose a mordiscos del ambiente. Otra vez estaban la tina, la ducha, el agua rojiza inundando el piso, sus manos confundidas. Se sostuvo en las piernas llegando a pararse, cerró la llave del agua. Una confusión enorme lo sacudió de pies a cabeza, sus manos temblorosas en su sien, además de darle una señal de plena angustia comprobaban los dos agujeros a los contornos y sus ojos no pudieron dejar de advertir las dos aberturas a modo de bocas que señalaban el lugar exacto donde se había cortado. Los nervios lo asaltaron, las venas no manaban sangre, dobló su muñeca izquierda, la abertura abriéndose en dos pliegues le advirtió la poca profundidad del primer corte hasta que un dolor punzante la contrajo. De pronto pensó en el tiempo, no habría pasado mucho, Patricia y Emy aún no llegarían, no lo encontrarían muerto, pero ¿si lo estaba?

Fue hasta el espejo del baño, su reflejo pálido podría justificarse por el stress, el abatimiento del continuo trabajo y la desesperación de conseguir dinero para la hipoteca. Se examinó el rostro, su cuerpo. Se quitó la ropa hasta quedar desnudo, ninguna marca desconocida ni distinción que lo calificaría como muerto, comprobó que podía seguir aparentando ser tan humano como cualquier otro que caminaba por la calle en ese momento. Claro, pensó, ¿qué estaba pasando en ese momento allá afuera?, ¿qué pasaba al otro lado de la puerta del baño?, ¿la había cerrado al entrar?, tenía la costumbre de hacerlo pero no la de suicidarse cada cierto tiempo; aunque en un solo día lo había intentado dos veces y aparentemente continuaba vivo. ¿Encontraría una habitación nebulosa?, ¿en tinieblas? ¿Podría haberse convertido ese baño en su pequeño mundo? Una sensación claustrofóbica lo empezó a desesperar. Armándose de valor, cogió la perilla y le dio vuelta; pero dudó, miró la ropa mojada en el piso y empezó a ponérsela, estaba fría.

Frente a la puerta, con un profundo suspiro giró la perilla, jaló despacio; el sonido de las bisagras y el crujido de la puerta lo obligaron a abrir de un solo tirón. Era su misma biblioteca, en las insanas condiciones como la había dejado.

Los rastros de sangre en el piso, el reloj péndulo dando las 11:50, el quieto silencio de la casa; aunque algo lejos de la calle, escuchaba las bocinas de buses dando la antesala de la hora punta congestionada.

Vicente Acebedo estaba decidido a enfrentarlo, «¿podría ser que continúe vivo?» Tenía que comprobarlo, la sangre estaba saturada, existían otras posibilidades, la cuerda de la cochera podría sentarle bien.

Salió decidido, sin parar a reparar algún defecto o movilidad extraña, llegó hasta la cochera, buscó la cuerda gruesa en el interior del automóvil, la colgó y ató en la viga, abrió una escalera portátil y con un nudo inteligente simuló una horca tradicional; ya hecha, la pasó por su cuello, tenía una buena distancia entre el piso para quedar suspendido en el aire. Sin pensarlo, el señor Vicente Acebedo dio un pequeño brinco, sintió la soga atenazando su garganta, comprimiendo su traquea, la asfixia, la caída no fue muy larga para ocasionarle una fractura en la vértebra, le fue imposible respirar, sus ojos se le empañaron, los sintió hervir, todo fue dándose borroso y sus músculos casi no los sentía, el temblor de su cuerpo iba disminuyendo hasta que todo se oscureció.

La caída contra el suelo fue brutal y su brazo fue lo primero que le dolió al extremo de lanzar un grito ahogado, tosió secamente con una continuidad tísica, se levantó y se apoyó en el carro. La garganta fue el segundo dolor, como una inflamación tremenda, adolorida por el simple pase de saliva cubierta por la piel del cuello que mostraba una hiriente marca rojiza que palpó con sus dedos y que al mínimo toque repercutió en un ardor doloroso.

Recuperó el aliento, su reflejo en el capó del carro era borroso e incongruente, rebobinó sus recuerdos mientras caminaba de su garaje a la biblioteca, el frío intenso le fue calando hasta los huesos, las muñecas adoloridas y una jaqueca terrible. Todo parecía normal, la cocina, el comedor, la sala estaban impecables, su misma biblioteca, aunque restregada por los avatares del suicidio, estaba igual.

La agitación continúa y con ella la aparición de un pequeño dolor palpitante en las zonas heridas, ¿era posible sentir?; pero recordó el mundo que no había visto desde temprano allá en las calles, sólo los sonidos descoordinados podían ser escuchados desde ahí, decidió subir a la azotea. Con decisión recorrió los tres pisos hasta llegar, el sol era tibio, invernal, la opaca neblina aún acechaba los cerros, las calles invadidas de autos y gente; era demasiada vida para ser verdad, demasiada cotidianeidad y vigor allí abajo, demasiados problemas que aún lo asediaban. El señor Vicente Acebedo gritó con todas sus fuerzas aun con el dolor en la garganta; arrodillado en el piso con el malestar en la cabeza, tirado, luego espantado por los cortes en sus muñecas. Tenía que buscar tranquilidad; entonces, tomó impulso y saltó de la azotea, no hubo más ruido que el fino aire en sus oídos, Acebedo recordó a Emy, a Patricia, la hipoteca, su casa de tres pisos ante sus ojos, pero ningún recuerdo nostálgico que lo hagan presa de un último arranque de vida pues, como un clavadista profesional, su cuerpo voló en el espacio hasta que su cabeza chocó contra el pavimento oscureciendo automáticamente su visión.

Abrió los ojos, se sintió liviano, sin dolor, sin fuerzas, dejándose llevar por los adormecimientos tan constantes en lo último del día, ¿del día?; pero además reconoció las botas del viejo jardinero Elías que con su voz pacífica le dijo:



     ¿Señor Acebedo? No se desespere, la ayuda viene en camino, es un verdadero milagro.