CLAUSTROS
Renato Salas Gil
Cuadernos del Sur, 2010
155pp.
Renato Salas
Gil (Tacna, 1983)
Egresado de la
facultad de Ciencias de la Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura
de la Universidad Nacional Jorge Basadre Grohmann.
Ha obtenido los
primeros premios, versión de cuento, en los juegos florales de la Facultad de
Educación de la UNJBG. Finalista de la Bienal de Arte “Víctor Humareda”
(cuento), Lampa-Puno (2009).
Sus cuentos,
poesía y artículos se encuentran publicados en revistas y diarios como Límite,
Diario Correo de Tacna y La yegua colorá. Ha escrito y dirigido el cortometraje
Día 30 (Tacna, 2008).
Actualmente
dirige la revista de literatura Sapos y culebras.
Claustros de Renato Salas tiene un estilo
narrativo directo, ágil, conmovedor, salvaje y vital. Una bitácora de viaje en
la noche que nos revela un mundo juvenil poblado de personajes que lindan entre
la soledad, el exceso del alcohol, el sexo y la búsqueda intensa de
experiencias que los afirmen en su identidad. El narrador logra conexiones muy
bien logradas entre las aventuras de sus personajes y el subconsciente.
El libro se
caracteriza por sus variaciones sobre el tema del encierro físico o metafísico
ya anunciado desde el título. Una colección de 12 cuentos que narran la
historia de un hombre en caída vertiginosa entre el amor, el despecho y el
asesinato. Una mujer convertida en mito erótico en el imaginario de una ciudad.
El acoso de seres fantásticos que trastocan los sueños de un niño en
pesadillas. El amor incestuoso entre dos hermanos y la urgencia de la escritura
final. La multiplicidad de intentos de suicidio de un hombre que intenta
recuperar el sentido de la muerte entremezclado al misterio, lo inexplicable y
el absurdo. Estos y otros relatos conforman el primer universo literario con
que este joven autor nos sorprende.
I N T E N T O S
Frente al espejo, el señor Vicente
Acebedo jaló el gatillo del revólver que tenía en la sien dejando su oído
derecho ahogado en un agudo pitillo por la detonación; para luego de ver la
explosión del lóbulo izquierdo del cráneo, maravillarse por la perfección del
festín de la sangre, el chisporroteo rojizo, libre, estampándose en las paredes
y el piso; aunque temiendo absurdamente que por allí escapase el rostro de la
pequeña Emy que lo había asaltado como último recuerdo. Finalmente, su cuerpo
cayendo como en cámara lenta hasta que el alfombrado piso lo recibió en paz.
Se sintió relajado, sumido en una
oscuridad que comprobó era por sus ojos cerrados, pues, al abrirlos,
reconocieron la misma alfombra, las patas de los muebles primero y poco a poco
lo demás, el interior de su biblioteca amoblada, los lienzos de tonos opacos,
su enorme librero, el espejo de cuerpo entero inmaculado, sin rastros de
sangre. Reconoció con el tacto la suavidad de la alfombra y el líquido rojizo
deslizarse por su cara. Por un momento, estupefacto, creyó que esa vividez se
debería a la extrañeza de la muerte, quién diría lo contrario, llevarse consigo
a la eternidad la última escena podría ser el último resultado.
No hubo ninguna luz al final del
túnel, ningún resumen de los mejores momentos de la vida; al contrario, tenía
los pesares, las angustias, la desesperación, el fracaso y la terrible ciática que
lo obligó a moverse con dificultad. Giró su cabeza, el techo de madera, la
enorme araña dorada de ocho focos colgando. Con lentitud y cierto temor acercó
su mano a la cabeza, sintió un pequeño dolor, casi como una jaqueca después de
un día pesado. Palpó con sus dedos el costado derecho de su cráneo, justo en el
lugar donde había apuntado el cañón, un agujero le perforaba la sien mientras
que agitado confirmaba que el lado izquierdo se hallaba en iguales condiciones.
Se incorporó rápidamente y más le asustó
esa agilidad que su aspecto frente al espejo, los cabellos empapados a los
costados, la sangre que manaba en menor cantidad había dejado su camisa blanca,
teñida. La cara sanguina y sobretodo sus manos tibias lo sumieron en una gran
extrañeza.
Fue hasta el baño, en el lavabo vio
la sangre mezclarse con el agua y perderse en el sumidero, se llevó una poca al
rostro para enjuagarlo, se sacó la camisa y se sintió tentado a verse de
perfil. Claramente, la bala había recorrido con perfección una línea recta que
dejaba ver una vía libre de lado a lado de su cráneo. Quedó perplejo.
De vuelta en la biblioteca, sin dejar
de tantear sus agujeros, miró la pistola en el piso, se percató que el agudo
pitillo del oído había desaparecido y que por lo visto ni el viejo jardinero
Elías había escuchado el disparo.
«¿Cómo es posible?», se preguntó,
escuchando su propia voz como si fuera la primera vez. Se tumbó en el sillón,
comprobó que la sangre ya no manaba y que los contornos de los agujeros estaban
secos; por otra parte, la llegada de Patricia y Emy no era su preocupación,
pues regresarían al mediodía. El tiempo pasaba en el reloj de péndulo, lo
observó a la distancia; era elegante, sobrio, antiguo, digno de mirar con
respeto. Fue hacia él y como era su costumbre se dejó llevar por el péndulo una
y otra vez. Vicente Acebedo jamás quedó hipnotizado, pero era una cierta
satisfacción relajante realizar el ejercicio con cierta continuidad, así que
nuevamente se dejó llevar en aquella deriva infinita, imparable. Necesitaba
pensar, o por lo menos, sentirse muerto, dejando las sensaciones comunes de su
humanidad, como lo sentía en aquel instante, pues ahora debería pasar al
momento de la ingravidez, el despeje espiritual que, imaginaba, sentiría luego
del disparo.
Pero aún quedaban posibilidades.
El péndulo, a diferencia de otros
momentos, no lo había relajado pero sí mareado. Se dirigió hasta el escritorio,
cerró los ojos e intentó masajear sus sienes con los dedos; pero estos
penetraron en su cráneo y con un rápido instinto los sacó confundido. De
repente, un violento retumbar en su pecho, con ojos desorbitados, sintió su
corazón mortal palpitando. Con una mano en el pecho, vislumbró un cutter entre
los papeles, lo cogió y se dirigió al baño. Sin pensarlo, se metió a la tina,
abrió la ducha y con la mano derecha cortó las venas de su muñeca izquierda en
sentido vertical, una quemazón invadió aquella zona, el corte no era profundo;
entonces, con el cutter en la mano izquierda cortó horizontalmente las venas de
la muñeca derecha; la sangre manaba por los cortes y caían como hilos hasta el
agua, una debilidad somnolienta lo fue decayendo. La tibieza del agua
recibiéndolo le semejó los brazos de Patricia por las noches cuando el amor le
ganaba.
El señor Vicente Acebedo tosió intensamente
y expectoró gran cantidad de agua, se ahogaba, y aunque contraproducente,
palmeó la superficie líquida; entonces, después de intentar sostenerse con los
pies en el fondo de la tina teniendo como consecuencia resbalarse a cada
momento, se apoyó en los contornos de la misma impulsándose hacia fuera hasta
que dos punzadas sincronizadas en sus muñecas le hicieron perder el equilibrio
rodando hasta el piso rociado.
Tumbado, tomó bocanadas de aire,
alimentándose a mordiscos del ambiente. Otra vez estaban la tina, la ducha, el
agua rojiza inundando el piso, sus manos confundidas. Se sostuvo en las piernas
llegando a pararse, cerró la llave del agua. Una confusión enorme lo sacudió de
pies a cabeza, sus manos temblorosas en su sien, además de darle una señal de
plena angustia comprobaban los dos agujeros a los contornos y sus ojos no
pudieron dejar de advertir las dos aberturas a modo de bocas que señalaban el
lugar exacto donde se había cortado. Los nervios lo asaltaron, las venas no
manaban sangre, dobló su muñeca izquierda, la abertura abriéndose en dos
pliegues le advirtió la poca profundidad del primer corte hasta que un dolor
punzante la contrajo. De pronto pensó en el tiempo, no habría pasado mucho,
Patricia y Emy aún no llegarían, no lo encontrarían muerto, pero ¿si lo estaba?
Fue hasta el espejo del baño, su
reflejo pálido podría justificarse por el stress, el abatimiento del
continuo trabajo y la desesperación de conseguir dinero para la hipoteca. Se
examinó el rostro, su cuerpo. Se quitó la ropa hasta quedar desnudo, ninguna
marca desconocida ni distinción que lo calificaría como muerto, comprobó que
podía seguir aparentando ser tan humano como cualquier otro que caminaba por la
calle en ese momento. Claro, pensó, ¿qué estaba pasando en ese momento allá
afuera?, ¿qué pasaba al otro lado de la puerta del baño?, ¿la había cerrado al
entrar?, tenía la costumbre de hacerlo pero no la de suicidarse cada cierto
tiempo; aunque en un solo día lo había intentado dos veces y aparentemente
continuaba vivo. ¿Encontraría una habitación nebulosa?, ¿en tinieblas? ¿Podría
haberse convertido ese baño en su pequeño mundo? Una sensación claustrofóbica
lo empezó a desesperar. Armándose de valor, cogió la perilla y le dio vuelta;
pero dudó, miró la ropa mojada en el piso y empezó a ponérsela, estaba fría.
Frente a la puerta, con un profundo
suspiro giró la perilla, jaló despacio; el sonido de las bisagras y el crujido
de la puerta lo obligaron a abrir de un solo tirón. Era su misma biblioteca, en
las insanas condiciones como la había dejado.
Los rastros de sangre en el piso, el
reloj péndulo dando las 11:50, el quieto silencio de la casa; aunque algo lejos
de la calle, escuchaba las bocinas de buses dando la antesala de la hora punta
congestionada.
Vicente Acebedo estaba decidido a
enfrentarlo, «¿podría ser que continúe vivo?» Tenía que comprobarlo, la sangre
estaba saturada, existían otras posibilidades, la cuerda de la cochera podría
sentarle bien.
Salió decidido, sin parar a reparar
algún defecto o movilidad extraña, llegó hasta la cochera, buscó la cuerda
gruesa en el interior del automóvil, la colgó y ató en la viga, abrió una
escalera portátil y con un nudo inteligente simuló una horca tradicional; ya
hecha, la pasó por su cuello, tenía una buena distancia entre el piso para
quedar suspendido en el aire. Sin pensarlo, el señor Vicente Acebedo dio un
pequeño brinco, sintió la soga atenazando su garganta, comprimiendo su traquea,
la asfixia, la caída no fue muy larga para ocasionarle una fractura en la
vértebra, le fue imposible respirar, sus ojos se le empañaron, los sintió
hervir, todo fue dándose borroso y sus músculos casi no los sentía, el temblor
de su cuerpo iba disminuyendo hasta que todo se oscureció.
La caída contra el suelo fue brutal y
su brazo fue lo primero que le dolió al extremo de lanzar un grito ahogado,
tosió secamente con una continuidad tísica, se levantó y se apoyó en el carro.
La garganta fue el segundo dolor, como una inflamación tremenda, adolorida por
el simple pase de saliva cubierta por la piel del cuello que mostraba una
hiriente marca rojiza que palpó con sus dedos y que al mínimo toque repercutió
en un ardor doloroso.
Recuperó el aliento, su reflejo en el
capó del carro era borroso e incongruente, rebobinó sus recuerdos mientras
caminaba de su garaje a la biblioteca, el frío intenso le fue calando hasta los
huesos, las muñecas adoloridas y una jaqueca terrible. Todo parecía normal, la
cocina, el comedor, la sala estaban impecables, su misma biblioteca, aunque restregada
por los avatares del suicidio, estaba igual.
La agitación continúa y con ella la
aparición de un pequeño dolor palpitante en las zonas heridas, ¿era posible
sentir?; pero recordó el mundo que no había visto desde temprano allá en las
calles, sólo los sonidos descoordinados podían ser escuchados desde ahí,
decidió subir a la azotea. Con decisión recorrió los tres pisos hasta llegar,
el sol era tibio, invernal, la opaca neblina aún acechaba los cerros, las
calles invadidas de autos y gente; era demasiada vida para ser verdad,
demasiada cotidianeidad y vigor allí abajo, demasiados problemas que aún lo
asediaban. El señor Vicente Acebedo gritó con todas sus fuerzas aun con el
dolor en la garganta; arrodillado en el piso con el malestar en la cabeza,
tirado, luego espantado por los cortes en sus muñecas. Tenía que buscar
tranquilidad; entonces, tomó impulso y saltó de la azotea, no hubo más ruido
que el fino aire en sus oídos, Acebedo recordó a Emy, a Patricia, la hipoteca,
su casa de tres pisos ante sus ojos, pero ningún recuerdo nostálgico que lo
hagan presa de un último arranque de vida pues, como un clavadista profesional,
su cuerpo voló en el espacio hasta que su cabeza chocó contra el pavimento
oscureciendo automáticamente su visión.
Abrió los ojos, se sintió liviano,
sin dolor, sin fuerzas, dejándose llevar por los adormecimientos tan constantes
en lo último del día, ¿del día?; pero además reconoció las botas del viejo
jardinero Elías que con su voz pacífica le dijo:
¿Señor
Acebedo? No se desespere, la ayuda viene en camino, es un verdadero milagro.