jueves, 12 de marzo de 2020

El poeta de Tacna


El poeta de Tacna

Por Eduardo González Viaña


La primera vez que fui a Chile, el poeta Marco Antonio Corcuera me recomendó que al pasar por Tacna visitara a Guido Fernández de Córdoba.

Le respondí que eso me daría mucho gusto pero que lamentablemente yo iba a viajar por avión.

El director de "Cuadernos trimestrales de Poesía" hizo como si no me escuchara y me aseguró que el lirismo de Fernández de Córdova era inusual en el Perú. Me dijo, además, que si no se hablaba mucho del vate tacneño era porque no vivía en Lima.

“Solamente quienes viven en la provincia de Lima pueden saborear la gracia de ser conocidos. Los que se quedan en sus lugares de nacimiento pueden ser muy buenos, pero a ellos nadie les entregara el micrófono.”

Se refería al centralismo, ese mal que ahoga al Perú y que también se extiende a las producciones culturales, y termina por silenciar voces extraordinarias del interior del país.

Insistí en que me parecía muy bueno conocer a Guido, pero que yo pasaría por el cielo de Tacna.

Marco Antonio no parecía escucharme. Buscó uno de los "cuadernos" en que estaba publicado un soneto de Guido, y lo leyó conmigo. Coincidimos en que era un maravilloso poema de amor.

-Es un texto mágico -me dijo Marco-. Quien lo lee, vuelve a leerlo una y otra vez, y por fin cree que ha leído un libro.

Partí después a Santiago. ¿Y podrán usted creerme? Allí también había lectores del tacneño, amigos que insistían en el consejo de Corcuera. Un chileno vehemente aseguró que si no me detenía en la primera ciudad del Perú y estrechaba la mano de Fernández de Córdova, la ignorancia me acompañaría por todos los restantes días de mi vida.

Por fin, tomé un vuelo directo de Santiago a la capital peruana.

Algo pasó entonces. El avión salió del aeropuerto, pero tenía cara de que no iba llegar a su destino. Intenté dormir, pero las sacudidas me traían sueños feroces. De pronto, mucho antes de lo previsto, el avión comenzó aterrizar. Bajamos en Arica. Algunos desperfectos obligaban al piloto a interrumpir el vuelo, pero se nos anunció que lo reanudaríamos al día siguiente.

Tomé mi ligero equipaje, dejé el aeropuerto y abordé un colectivo que iba hacia Tacna. Allí conocí a Guido Fernández de Córdova y comprobé todo lo que habían dicho sus amigos.

Le pregunté si el soneto que me había mostrado Marco Antonio pertenecía a un libro, y asintió. De un alto de manuscritos inéditos, lo sacó:

El primero de los textos era el soneto que yo había conocido en Trujillo. Cada uno de los siguientes arrancaba con un verso del primero al que enriquecían con nuevas situaciones. No había imaginado que el amor diera para tanto.

Hombres y mujeres llegaban al delirio por un tiempo o por toda la vida, o por una vida anterior que se prolongaba en ésta. Otros dejaban besos en el aire, y aquellos se escapaban saltando sobre la hierba o volando hasta geografías diferentes. Había miradas misteriosas en el aire, en los parques, en las esquinas, en las puertas, en los pianos. En uno y otro lado, los enamorados entraban y salían de la dicha, y un nuevo soneto comenzaba con el primer verso del segundo.

Se cumplen diez años de su fallecimiento. Recuerdo a mi gran amigo y, en silencio, le agradezco por los bienes abundantes de su poesía. Este año pienso ir a Tacna, pero ahora será al revés. Mientras yo me pierda entre sonetos y camine por en medio de los recuerdos, el poeta cruzara volando los cielos del sur.