El poeta de Tacna
Por
Eduardo González Viaña
La
primera vez que fui a Chile, el poeta Marco Antonio Corcuera me recomendó que
al pasar por Tacna visitara a Guido Fernández de Córdoba.
Le
respondí que eso me daría mucho gusto pero que lamentablemente yo iba a viajar
por avión.
El
director de "Cuadernos trimestrales de Poesía" hizo como si no me
escuchara y me aseguró que el lirismo de Fernández de Córdova era inusual en el
Perú. Me dijo, además, que si no se hablaba mucho del vate tacneño era porque
no vivía en Lima.
“Solamente
quienes viven en la provincia de Lima pueden saborear la gracia de ser
conocidos. Los que se quedan en sus lugares de nacimiento pueden ser muy
buenos, pero a ellos nadie les entregara el micrófono.”
Se
refería al centralismo, ese mal que ahoga al Perú y que también se extiende a
las producciones culturales, y termina por silenciar voces extraordinarias del
interior del país.
Insistí
en que me parecía muy bueno conocer a Guido, pero que yo pasaría por el cielo
de Tacna.
Marco
Antonio no parecía escucharme. Buscó uno de los "cuadernos" en que
estaba publicado un soneto de Guido, y lo leyó conmigo. Coincidimos en que era
un maravilloso poema de amor.
-Es
un texto mágico -me dijo Marco-. Quien lo lee, vuelve a leerlo una y otra vez,
y por fin cree que ha leído un libro.
Partí
después a Santiago. ¿Y podrán usted creerme? Allí también había lectores del
tacneño, amigos que insistían en el consejo de Corcuera. Un chileno vehemente
aseguró que si no me detenía en la primera ciudad del Perú y estrechaba la mano
de Fernández de Córdova, la ignorancia me acompañaría por todos los restantes
días de mi vida.
Por
fin, tomé un vuelo directo de Santiago a la capital peruana.
Algo
pasó entonces. El avión salió del aeropuerto, pero tenía cara de que no iba
llegar a su destino. Intenté dormir, pero las sacudidas me traían sueños
feroces. De pronto, mucho antes de lo previsto, el avión comenzó aterrizar.
Bajamos en Arica. Algunos desperfectos obligaban al piloto a interrumpir el
vuelo, pero se nos anunció que lo reanudaríamos al día siguiente.
Tomé
mi ligero equipaje, dejé el aeropuerto y abordé un colectivo que iba hacia
Tacna. Allí conocí a Guido Fernández de Córdova y comprobé todo lo que habían
dicho sus amigos.
Le
pregunté si el soneto que me había mostrado Marco Antonio pertenecía a un libro,
y asintió. De un alto de manuscritos inéditos, lo sacó:
El
primero de los textos era el soneto que yo había conocido en Trujillo. Cada uno
de los siguientes arrancaba con un verso del primero al que enriquecían con
nuevas situaciones. No había imaginado que el amor diera para tanto.
Hombres
y mujeres llegaban al delirio por un tiempo o por toda la vida, o por una vida
anterior que se prolongaba en ésta. Otros dejaban besos en el aire, y aquellos
se escapaban saltando sobre la hierba o volando hasta geografías diferentes.
Había miradas misteriosas en el aire, en los parques, en las esquinas, en las
puertas, en los pianos. En uno y otro lado, los enamorados entraban y salían de
la dicha, y un nuevo soneto comenzaba con el primer verso del segundo.
Se
cumplen diez años de su fallecimiento. Recuerdo a mi gran amigo y, en silencio,
le agradezco por los bienes abundantes de su poesía. Este año pienso ir a
Tacna, pero ahora será al revés. Mientras yo me pierda entre sonetos y camine
por en medio de los recuerdos, el poeta cruzara volando los cielos del sur.