El rey de Ancat
Por Gabriela Caballero Delgado
Alguna vez Tacna tuvo un
rey: Aunque no se tratase ese reino precisamente de Tacna, sino de Ancat. Ni
Guido Fernández de Córdova y Amézaga resultase ser su coronado monarca —como
debió haber sido— sino Sadín, su alter ego o heterónimo. Digámoslo mejor así:
Hubo en mi ciudad un rey que un día lo perdió casi todo.
Si algún visitante, al
dar un paseo por la alameda Bolognesi, se topa en una de sus cuadras con una
librería de esas que aquí abundan: las que han hecho de la piratería, un
próspero negocio; puede que note en el letrero de una de ellas, el título:
“Reino de Ancat”. Y si, empujado por la curiosidad, toma del brazo a un hombre
o mujer con pinta de lugareños y le pregunta a qué hace referencia aquel
nombre, quizá esta persona solo atine a mirarlo con desconcierto mientras de
sus labios se desprende un continuado mmmmm… el tiempo justo para dar con una
respuesta; aunque luego de unos segundos deba reconocer su ignorancia y termine
encogiéndose de hombros. De persistir el visitante en su curiosidad e ingresar
al lugar aproximándose a uno de los expendedores de libros para hacerle la
misma pregunta, lo más probable es que tampoco este sepa de quién se tomó
aquella denominación. Y si lo sabe, menos se dará cuenta de que le está
haciendo un mísero favor al creador de mundos tan fantásticos como los de Tolkien
(tal cual fue la comparación que hicieron de Guido Fernández de Córdova quienes
reseñaron su obra en el extranjero). Tampoco podrá decirle que cruzando la
alameda, unas casas más arriba se levanta el último edificio que don Guido
conseguía retener y perdió finalmente en un remate bancario, y en donde una
noche su nieta María Alexandra lo encontró inerte.
Solía dar un paseo por
la alameda y sentarse después en una de las banquetas de concreto para mirar la
bóveda crepuscular que se dibujaba sobre el entramado de las palmeras,
imaginado tal vez el confuso desorden de vías aéreas por donde viajaban los
personajes de sus historias.
— ¿Sabes por qué me
gusta salir a esta hora y venir a sentarme precisamente aquí?
El joven acompañante de
sus paseos vespertinos de los últimos años, sonrió al escucharlo sin sospechar
acaso que tiempo después habría de rememorar estas conversaciones.
— Porque el horario de
oficina termina y este es el mejor lugar para contemplar la belleza de las
jóvenes secretarias.
Es allí, en una de esas
banquetas en que acostumbraban esperar la aparición de aquellas mujeres
transfiguradas por el color de la tarde, sí, allí, en medio del vértigo
producido por el blanquinegro de las losetas de esta alameda, cuando Willy
conoció de don Guido la historia de su arribo a Tacna. Nació en La Paz el 6 de
febrero de 1925 y ciertamente era peruano de nacimiento, pues lo inscribieron
en la Embajada del Perú. Su padre llevaba algún tiempo en Bolivia ocupando un
cargo importante en la sucursal del Banco Perú y Londres; estancia que le
permitió conocer a quien se convertiría en su esposa. Posteriormente, el
gobierno peruano promovería la repoblación de la Heroica Ciudad que acababa de
tornar a suelo patrio. Decidieron aceptar la invitación y viajar cuanto antes.
Durante el trayecto en tren, la mayor parte del equipaje había sido robada o se
perdió en el camino. Por lo que la primera noche aquí, a la intemperie,
envueltos con el aroma voluptuoso de los frutos del granado desbordándose en
uno de los callejones tacneños hoy conocido como calle Arica, descubrieron que
los gobiernos no siempre cumplen sus promesas.
Con los años, don Guido se volvió un importante
empresario; de tanto dinero que tuvo,
dijo una vez: “Ni aun los hijos de mis hijos podrían gastarlo todo”. Sus inquietudes culturales lo incitaron a
publicar la revista “Lámpara” y a sumarse al grupo de jóvenes escritores
encabezados por Segundo Cancino, con quien asumiría la edición de “Killka”. Exploró en los senderos de las letras y de las
artes plásticas con el mismo entusiasmo. Editó “Árbol de
lluvia”, “Velero de vino”, “El ojo
del girasol”, “Una onza de gongorismos”, “Cuentería”, “El fabuloso
reino de Ancat”, entre tantos otros libros de su autoría. Congregó a
intelectuales y artistas de la época (baste mencionar entre ellos, al poeta
español José Agustín Goytisolo) en tertulias organizadas en una de sus casas
ubicada en San Francisco 145.
Un día, Guido Fernández de Córdova notó con
sorpresa que su patrimonio decrecía vertiginosamente. Giros políticos hicieron
que termine detrás de un escritorio, con una máquina de escribir, en medio de
cajones que se apilaban en torres a sus costados en el sótano de una de las
universidades que había ayudado a financiar en tiempos de bonanza. Sin embargo,
su jovialidad no disminuyó, tampoco su capacidad de desprendimiento.
Acostumbraba obsequiar paquetes de libros de su biblioteca personal a quienes
asistían a los conversatorios que organizaba en esa fecha y bautizó como Martes
UPT.
“Una onza de gongorismos y otros pájaros” es
el título del poemario con que ganó en el 2001, el Premio Copé de Bronce. Un
año antes de su muerte, volvería a quedar entre los finalistas con “El ermitaño
inasequible”. Curiosamente, en algún momento hubo quienes le dieron el
calificativo de ermitaño, acaso gente demasiado acostumbrada a los tópicos.
Pienso que si pudiera, a lo mejor nos daría el mismo argumento del guionista
español Rafael Azcorna que defendiéndose de la acusación de misantropía,
señalaba haber deseado siempre estar rodeado de muchas personas, y si el deseo
no se había concretizado era solo porque no soportaba a los pesados.
El último edificio donde vivía le fue
arrebatado en una subasta. Con el saldo que le entregó el banco, compró una
casa para su familia. He sabido de siempre que estuvo consagrado a sus seres
queridos. Hace unas horas me reuní con Luis buscando hallar algunas respuestas.
En su rostro, contemplo los rasgos del padre: tiene el mismo color de ojos, la
forma de las cejas, el perfil de la nariz. No podría aventurarme a decir que
don Guido realmente se ha marchado o de pronto solo decidió transmutarse en las
formas de su hijo primogénito, del mismo modo como Lidis — personaje de uno de
sus cuentos— parece volcar en su gato
toda la genial extrañeza que le daba vida y lo definía como un ser
extraordinario. Luis detiene su mirada en algún punto distante. Evoca su caída de niño en un zócalo de las
escaleras y el carácter sereno de su padre, su juego de inversión de letras… el
último almuerzo familiar. Quizá, don Guido solo fingió su muerte cuando aquella
noche luego de trabajar sus poemas en la computadora, sintió un repentino dolor
en el pecho, caminó hasta el sofá recostándose en él, intentó marcar un número
en su celular y resbaló al piso. Con cuidado, trémula, su nieta intentaría
despertarlo luego.
Es cierto, hubo en Tacna un magnífico rey que
lo perdió casi todo; menos su genio travieso, su galante coquetería, su calidez
humana y sus verdaderos amigos.