lunes, 31 de agosto de 2020
jueves, 12 de marzo de 2020
El poeta de Tacna
El poeta de Tacna
Por
Eduardo González Viaña
La
primera vez que fui a Chile, el poeta Marco Antonio Corcuera me recomendó que
al pasar por Tacna visitara a Guido Fernández de Córdoba.
Le
respondí que eso me daría mucho gusto pero que lamentablemente yo iba a viajar
por avión.
El
director de "Cuadernos trimestrales de Poesía" hizo como si no me
escuchara y me aseguró que el lirismo de Fernández de Córdova era inusual en el
Perú. Me dijo, además, que si no se hablaba mucho del vate tacneño era porque
no vivía en Lima.
“Solamente
quienes viven en la provincia de Lima pueden saborear la gracia de ser
conocidos. Los que se quedan en sus lugares de nacimiento pueden ser muy
buenos, pero a ellos nadie les entregara el micrófono.”
Se
refería al centralismo, ese mal que ahoga al Perú y que también se extiende a
las producciones culturales, y termina por silenciar voces extraordinarias del
interior del país.
Insistí
en que me parecía muy bueno conocer a Guido, pero que yo pasaría por el cielo
de Tacna.
Marco
Antonio no parecía escucharme. Buscó uno de los "cuadernos" en que
estaba publicado un soneto de Guido, y lo leyó conmigo. Coincidimos en que era
un maravilloso poema de amor.
-Es
un texto mágico -me dijo Marco-. Quien lo lee, vuelve a leerlo una y otra vez,
y por fin cree que ha leído un libro.
Partí
después a Santiago. ¿Y podrán usted creerme? Allí también había lectores del
tacneño, amigos que insistían en el consejo de Corcuera. Un chileno vehemente
aseguró que si no me detenía en la primera ciudad del Perú y estrechaba la mano
de Fernández de Córdova, la ignorancia me acompañaría por todos los restantes
días de mi vida.
Por
fin, tomé un vuelo directo de Santiago a la capital peruana.
Algo
pasó entonces. El avión salió del aeropuerto, pero tenía cara de que no iba
llegar a su destino. Intenté dormir, pero las sacudidas me traían sueños
feroces. De pronto, mucho antes de lo previsto, el avión comenzó aterrizar.
Bajamos en Arica. Algunos desperfectos obligaban al piloto a interrumpir el
vuelo, pero se nos anunció que lo reanudaríamos al día siguiente.
Tomé
mi ligero equipaje, dejé el aeropuerto y abordé un colectivo que iba hacia
Tacna. Allí conocí a Guido Fernández de Córdova y comprobé todo lo que habían
dicho sus amigos.
Le
pregunté si el soneto que me había mostrado Marco Antonio pertenecía a un libro,
y asintió. De un alto de manuscritos inéditos, lo sacó:
El
primero de los textos era el soneto que yo había conocido en Trujillo. Cada uno
de los siguientes arrancaba con un verso del primero al que enriquecían con
nuevas situaciones. No había imaginado que el amor diera para tanto.
Hombres
y mujeres llegaban al delirio por un tiempo o por toda la vida, o por una vida
anterior que se prolongaba en ésta. Otros dejaban besos en el aire, y aquellos
se escapaban saltando sobre la hierba o volando hasta geografías diferentes.
Había miradas misteriosas en el aire, en los parques, en las esquinas, en las
puertas, en los pianos. En uno y otro lado, los enamorados entraban y salían de
la dicha, y un nuevo soneto comenzaba con el primer verso del segundo.
Se
cumplen diez años de su fallecimiento. Recuerdo a mi gran amigo y, en silencio,
le agradezco por los bienes abundantes de su poesía. Este año pienso ir a
Tacna, pero ahora será al revés. Mientras yo me pierda entre sonetos y camine
por en medio de los recuerdos, el poeta cruzara volando los cielos del sur.
viernes, 21 de febrero de 2020
HISTORIAS DE ARENA
Historias de arena
Por Gabriela
Caballero Delgado
Aunque no podíamos ver el
mar, el rumor de las olas llegaba hasta nosotros. La gente paseaba en las
calles, se divertía en los juegos o descansaba en alguno de los restaurantes
cenando, bebiendo y conversando. Aquí estamos libres del bullicio de la ciudad.
Aquí llegamos para devolver a la playa un libro que nació en sus arenas.
Boca del Río es el lugar
donde a los ocho años contemplé por primera vez el mar, quedándome sorprendida
con la extensión inacabable del agua, el golpeteo de las olas reventándose
entre las rocas, la brisa depositando su sal en mi piel y que yo saboreaba al
pasar la lengua entre mis labios, el vuelo de las gaviotas en busca de peces y
la agonía del sol hundiéndose en la línea líquida del horizonte. En aquellas playas,
me aferraba a la arenilla del fondo y andando de manos con el resto del cuerpo
a flote gritaba a mis hermanas que al fin había conseguido nadar. En las pozas
en medio de los peñascos, descubrí mi frustración de no atrapar a los
pececillos quienes diminutos y ágiles siempre se colaban entre mis dedos. Y
permanecí sentada en la arena examinando aquel vientre marino desde donde todos
vinimos a poblar el mundo. Por la noche, al regresar a casa, mi madre nos
untaba cremas en la espalda y los hombros; y si bien podía reclamar por el
maltrato del sol, no lo hice pues estaba tan feliz volviendo a sentir en mi
piel el vaivén de las olas cada vez que recordaba mi experiencia en el mar.
Cuando Willy me comentó
hace dos meses su intención de publicar un libro de cuentos —con las playas de
Tacna como referente— estaba convencida de
que así sería. Tal vez no me haya cumplido algunas promesas; pero si de libros
se trata, siempre hace lo que se propone. Entonces pensé en darle alguno de mis
textos ya hechos, luego supe que no los aceptaría. Su intención era involucrarme
en este proyecto con un cuento nuevo. Fue así como volvimos a Boca del Río. Allí,
al reencontrarme con mis recuerdos, anduve pensando en una historia y la forma
de contarla. Willy regresaba después de diecisiete años. Recogió conchitas y
caracolas que aún ahora se conservan en la mesa junto a nuestros libros, y me mostró la desembocadura del río mientras compartía
conmigo sus experiencias de niño. Era inevitable emocionarse. La vastedad del
mar nos ayuda a descubrirnos entre sus aguas tornasoladas, entendiendo nuestra
propia historia y lo que podemos hacer.
La noche que presentamos
el libro Historias de arena, un manto oscuro cubría las márgenes del
camino y solo adivinaba los árboles de olivo en Magollo o La Yarada por las
sombras que se extendían al paso de nuestro taxi. Pensaba que no llegaríamos a
tiempo o lo que era peor, acaso terminaríamos despistándonos por la excesiva
velocidad del auto. Mis temores se incrementaban al descubrir la luna como si
se tratase de una atemorizante guadaña pendiendo del cielo y aproximándose a
nosotros. Solo recuperé la calma al contacto con aquella brisa marina que nos recibió
con una caricia en el rostro. Y al caminar en los ambientes de la municipalidad
de Boca del Río sentí el crepitar de las conchitas fragmentándose a mis pies.
El libro nos había convocado a este lugar: Alberto Paucar llegaba desde
Inglaterra; Ivan Loyola y Omar Salomé, de Lima; Juan Torres Gárate y yo desde
la ciudad de Tacna. Únicamente faltaron Willy Lizárraga, atrapado en Estados
Unidos y Álex Gámez, perdido en Moquegua. Conversamos, leímos, intercambiamos
mails prometiendo reencontrarnos nuevamente. Al final de la noche nos acercamos
al mar y bajo la luz de las estrellas, contemplamos las olas humedeciendo la
costa. Le comenté a Omar que nunca más vería los peñascos del mismo modo, su
cuento me regalaba una nueva perspectiva de ellos.
En el auto de vuelta a la
ciudad, observaba las tres líneas intermitentes de luces en la carretera y por
un momento se me antojó un sendero de estrellas y el auto ya no corría, volaba
adentrándose en el cielo. Willy tuvo razón cuando se rehusó a cambiar el lugar
de presentación de este libro. De nada valieron las súplicas de algunos amigos
quienes argumentaban el horario del trabajo o la distancia. Historias
de arena debía presentarse por primera vez en las playas de Boca del
Río, porque ahí es donde pertenece.
Tacna, 28 de
febrero de 2012
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