domingo, 12 de marzo de 2017




El rey de Ancat

Por Gabriela Caballero Delgado

Alguna vez Tacna tuvo un rey: Aunque no se tratase ese reino precisamente de Tacna, sino de Ancat. Ni Guido Fernández de Córdova y Amézaga resultase ser su coronado monarca —como debió haber sido— sino Sadín, su alter ego o heterónimo. Digámoslo mejor así: Hubo en mi ciudad un rey que un día lo perdió casi todo.
Si algún visitante, al dar un paseo por la alameda Bolognesi, se topa en una de sus cuadras con una librería de esas que aquí abundan: las que han hecho de la piratería, un próspero negocio; puede que note en el letrero de una de ellas, el título: “Reino de Ancat”. Y si, empujado por la curiosidad, toma del brazo a un hombre o mujer con pinta de lugareños y le pregunta a qué hace referencia aquel nombre, quizá esta persona solo atine a mirarlo con desconcierto mientras de sus labios se desprende un continuado mmmmm… el tiempo justo para dar con una respuesta; aunque luego de unos segundos deba reconocer su ignorancia y termine encogiéndose de hombros. De persistir el visitante en su curiosidad e ingresar al lugar aproximándose a uno de los expendedores de libros para hacerle la misma pregunta, lo más probable es que tampoco este sepa de quién se tomó aquella denominación. Y si lo sabe, menos se dará cuenta de que le está haciendo un mísero favor al creador de mundos tan fantásticos como los de Tolkien (tal cual fue la comparación que hicieron de Guido Fernández de Córdova quienes reseñaron su obra en el extranjero). Tampoco podrá decirle que cruzando la alameda, unas casas más arriba se levanta el último edificio que don Guido conseguía retener y perdió finalmente en un remate bancario, y en donde una noche su nieta María Alexandra lo encontró inerte.
Solía dar un paseo por la alameda y sentarse después en una de las banquetas de concreto para mirar la bóveda crepuscular que se dibujaba sobre el entramado de las palmeras, imaginado tal vez el confuso desorden de vías aéreas por donde viajaban los personajes de sus historias.
— ¿Sabes por qué me gusta salir a esta hora y venir a sentarme precisamente aquí?
El joven acompañante de sus paseos vespertinos de los últimos años, sonrió al escucharlo sin sospechar acaso que tiempo después habría de rememorar estas conversaciones.
— Porque el horario de oficina termina y este es el mejor lugar para contemplar la belleza de las jóvenes secretarias.
Es allí, en una de esas banquetas en que acostumbraban esperar la aparición de aquellas mujeres transfiguradas por el color de la tarde, sí, allí, en medio del vértigo producido por el blanquinegro de las losetas de esta alameda, cuando Willy conoció de don Guido la historia de su arribo a Tacna. Nació en La Paz el 6 de febrero de 1925 y ciertamente era peruano de nacimiento, pues lo inscribieron en la Embajada del Perú. Su padre llevaba algún tiempo en Bolivia ocupando un cargo importante en la sucursal del Banco Perú y Londres; estancia que le permitió conocer a quien se convertiría en su esposa. Posteriormente, el gobierno peruano promovería la repoblación de la Heroica Ciudad que acababa de tornar a suelo patrio. Decidieron aceptar la invitación y viajar cuanto antes. Durante el trayecto en tren, la mayor parte del equipaje había sido robada o se perdió en el camino. Por lo que la primera noche aquí, a la intemperie, envueltos con el aroma voluptuoso de los frutos del granado desbordándose en uno de los callejones tacneños hoy conocido como calle Arica, descubrieron que los gobiernos no siempre cumplen sus promesas.
Con los años, don Guido se volvió un importante empresario; de tanto dinero que tuvo, dijo una vez: “Ni aun los hijos de mis hijos podrían gastarlo todo”.  Sus inquietudes culturales lo incitaron a publicar la revista “Lámpara” y a sumarse al grupo de jóvenes escritores encabezados por Segundo Cancino, con quien asumiría la edición de “Killka”. Exploró en los senderos de las letras y de las artes plásticas con el mismo entusiasmo. Editó Árbol de lluvia”, “Velero de vino”, “El ojo del girasol”, “Una onza de gongorismos”,Cuentería”, “El fabuloso reino de Ancat”, entre tantos otros libros de su autoría. Congregó a intelectuales y artistas de la época (baste mencionar entre ellos, al poeta español José Agustín Goytisolo) en tertulias organizadas en una de sus casas ubicada en San Francisco 145.    
Un día, Guido Fernández de Córdova notó con sorpresa que su patrimonio decrecía vertiginosamente. Giros políticos hicieron que termine detrás de un escritorio, con una máquina de escribir, en medio de cajones que se apilaban en torres a sus costados en el sótano de una de las universidades que había ayudado a financiar en tiempos de bonanza. Sin embargo, su jovialidad no disminuyó, tampoco su capacidad de desprendimiento. Acostumbraba obsequiar paquetes de libros de su biblioteca personal a quienes asistían a los conversatorios que organizaba en esa fecha y bautizó como Martes UPT.   
“Una onza de gongorismos y otros pájaros” es el título del poemario con que ganó en el 2001, el Premio Copé de Bronce. Un año antes de su muerte, volvería a quedar entre los finalistas con “El ermitaño inasequible”. Curiosamente, en algún momento hubo quienes le dieron el calificativo de ermitaño, acaso gente demasiado acostumbrada a los tópicos. Pienso que si pudiera, a lo mejor nos daría el mismo argumento del guionista español Rafael Azcorna que defendiéndose de la acusación de misantropía, señalaba haber deseado siempre estar rodeado de muchas personas, y si el deseo no se había concretizado era solo porque no soportaba a los pesados. 
El último edificio donde vivía le fue arrebatado en una subasta. Con el saldo que le entregó el banco, compró una casa para su familia. He sabido de siempre que estuvo consagrado a sus seres queridos. Hace unas horas me reuní con Luis buscando hallar algunas respuestas. En su rostro, contemplo los rasgos del padre: tiene el mismo color de ojos, la forma de las cejas, el perfil de la nariz. No podría aventurarme a decir que don Guido realmente se ha marchado o de pronto solo decidió transmutarse en las formas de su hijo primogénito, del mismo modo como Lidis — personaje de uno de sus cuentos—  parece volcar en su gato toda la genial extrañeza que le daba vida y lo definía como un ser extraordinario. Luis detiene su mirada en algún punto distante. Evoca su caída de niño en un zócalo de las escaleras y el carácter sereno de su padre, su juego de inversión de letras… el último almuerzo familiar. Quizá, don Guido solo fingió su muerte cuando aquella noche luego de trabajar sus poemas en la computadora, sintió un repentino dolor en el pecho, caminó hasta el sofá recostándose en él, intentó marcar un número en su celular y resbaló al piso. Con cuidado, trémula, su nieta intentaría despertarlo luego.

Es cierto, hubo en Tacna un magnífico rey que lo perdió casi todo; menos su genio travieso, su galante coquetería, su calidez humana y sus verdaderos amigos.

jueves, 2 de marzo de 2017


Good bye, Claus

Por Gabriela Caballero Delgado



Claus Ranke se va. El hombre avanza por la estrecha calle y no puede oír el leve crujido de su puerta y sus ventanas, que se confunde con el ruido de motores encendidos y neumáticos deslizándose por la pista, o el pregón de los enganchadores cerca de la RENIEC ofertando fotos para el DNI. Al ingresar al lugar, las mesas y los muebles lucen vacíos; más tarde las conversaciones de la gente lo inundarán todo. Los pasos del hombre fueron quedando sobre las losetas del piso y el gran espejo horizontal que comunica ambos salones ha ido guardando su imagen europea tantas veces. Las paredes saben que la presencia de quien los contempla tras aquellos espejuelos no era permanente; y todo este tiempo, han estado preservando recuerdos de él entre sus porosidades. Aquí, el hombre, casi difuminándose por el halo del cigarrillo, se descubre a sí mismo habitando entre sus cosas. Ahora él y todo aquello que fue testigo de su vida en Tacna se preparan para la inminente despedida.     
Conocimos a Claus hace más de cuatro años. Fue cuando su figura quedó indefectiblemente unida al lugar donde iríamos reuniéndonos siempre que deseábamos conversar de libros, escuchar buena música, disfrutar de presentaciones teatrales, ver cine o contemplar exposiciones pictóricas. Lo vi por primera vez en el Divas. En aquel tiempo, nos hablaba de su historia y su doble nacionalidad. Así como de sus ganas de crear un espacio en que confluyeran todas las artes. Esa noche, nos advirtieron de no excedernos con el tiempo. Sin embargo, aquel extraño hombre de forma alargada, delgado, con espejuelos, barba y un cigarro entre los labios permaneció junto a nosotros. Uniéndose a nuestra conversación hasta descubrir sorprendidos la luz azulina del día filtrándose por los vidrios de aquella casona. Su compañía cordial debió sorprendernos a tal punto que de inmediato encontramos en él a un amigo. Y estuvimos a su lado en su nuevo proyecto, al cual bautizó como Café Zeit, “el café del tiempo”, impulsándonos a continuar con nuestra tribuna cultural.
Durante las “Noches de Bohemia” que Willy organizaba en estos ambientes, disfruté de las mejores conversaciones extraviándome por horas en la lectura de poemas y cuentos, o en los colores y las formas expuestas en  los cuadros que colgaban de las paredes. Desde una de aquellas mesas, contemplé la caracterización de Frida Kahlo en el teatro danza y, protegida por la penumbra, extendí mis manos sobre la actriz quien daba vida a su composición “La columna rota”, pretendiendo aliviarla de su agonía.  Me conmoví también con la música, tornándose el ritmo de mi corazón en un tamborileo alocado al compás con ella. Nos reencontramos con los amigos e hicimos nuevos. Y hoy somos tantos quienes nos descubrimos con historias comunes surgidas en este café donde coincidió la cultura en todas sus manifestaciones.
Aunque Claus no siempre haya hecho amigos, debido a su carácter confrontacional, muchos vamos a extrañarlo porque lo queremos. Él no es de las personas que te ofrece un vaso con agua al notar tu poca capacidad de gasto; él te brinda un café o un jugo, y de tanto insistir terminas aceptándole una bebida especial, una hamburguesa o un kuchen. En varios momentos me he sentido avergonzada por sus atenciones y hasta lo he imaginado cayendo en bancarrota por su extremada generosidad con los demás. Una vez, le sirvió café y galletas a un joven que recién asistía a uno de los eventos organizados por nuestro grupo. Aquel estudiante universitario huyó atemorizado pues no había hecho ningún pedido y tampoco tenía cómo pagarlo; nunca entendió que solo se trató de un gesto de amistad.
He desistido de pedirle a mi amigo que no se vaya, porque comprendo que su salud es lo primero. No volverá, lo sé. Y no consigo evitar sentirme triste; aunque él nos diga que todo seguirá como siempre pues se aseguró de hacer un traspaso con todo el concepto del café. Solo asiento la cabeza cuando me recomienda cuidar a Willy y repite que debemos ahorrar para visitarlo en Montreal. Allá nos estará esperando. Quizá sea cierto y entonces podamos reencontrarnos con él, con Rosa María, Sofía y Erika. No estoy segura de volver al café cuando ellos se marchen o si buscaremos otro espacio para nuestras actividades. Por lo pronto, contemplo aquellos ambientes que tan cotidianos se nos hicieron los últimos años, e intento imaginarlos sin Claus y su familia; pero no es posible. Se han impregnado para siempre en aquellas cosas. Tal vez, el día de su partida ya me haya acostumbrado y consiga despedirme de ellos sin derramar una sola lágrima.


Viernes 23 de marzo de 2012