El poeta del cántaro
Por Gabriela Caballero Delgado
Un cántaro salvaje, roto a mitad de la
noche. Así es como casi siempre se sentía Luis Chambilla al advertir
que yacía instalado en el vientre de la noche desde hacía muchísimos años. Y
esta sensación de quebrantamiento interior raras veces aminoraba con la
presencia de las personas quienes, distanciadas de cualquier preocupación sobre
la fugacidad de la vida, sonreían a su lado. Entonces, Luis les devolvía
también una sonrisa, acaso ocultando tras su mirada compasiva una advertencia: «Óyeme,
niño,/ el segundo se acorta / desde que abres un libro / y crece un espino /
donde debió florecer la rosa». Aunque tampoco aquella sensación se
acentuaba cuando estaban únicamente él y la delgada sombra que se proyectaba a
su lado, agrandándose con las otras sombras, recordándole ese secreto que compartían.
Era casi siempre el mismo cántaro salvaje y roto acostumbrado a su
soledad estacionaria, sin sumas ni restas.
Había caído el crepúsculo —según piensa la
noche del treinta y uno de julio de 2013— mucho antes de que guardara en sus
ojos el mar de Ilo, cuando aún adolescente emprendía el viaje para continuar
estudiando y reencontrarse con sus hermanos en la ciudad vecina donde dejaría
de escuchar el golpeteo de las olas aletargándolo, hablándole de historias de
fantasmas y naufragios, hundiéndolo en el sueño. Junto al mar de su infancia,
abandonaba también la casa de sus padres que iría envejeciendo con ellos y a la
cual describiría tiempo después, frente a la computadora, como «La casa
vieja, la casa de los padres, / abierta a las dos de la tarde, / olvidados los
cerrojos y los candados; / refugio de la nostalgia del otoño / que hace
florecer, en sus resquicios, la mala hierba/ y proliferar, en sus cimientos,
las hormigas /(…) donde aún resuena, en sus paredes, / la voz de la madre
ahuyentando malos espíritus». En la nueva ciudad que se revela al descender
por el declive de la carretera luego de una curva —Tacna—, Luis retomaría en
los libros un medio de escape que conoció en el puerto cuando tenía seis años
y, sin inclinación alguna para hacer amigos, solía encerrarse en la habitación
del fondo de su casa y allí leía los libros de sus hermanos. Pero ahora,
recostado en la cama esta noche de invierno de 2013, no puede refugiarse en sus
libros; y mientras Isabel, su hermana mayor, lo ayuda a vestirse para llevarlo
al servicio de emergencia de Essalud con el médico, piensa en otro médico: uno
que seguramente vistió las mismas ropas y quien en una habitación blanca de su
infancia, con algunas camas y mesitas metálicas separadas por mamparas también
blancas, se dirigió a la madre que aguardaba anhelante el resultado de los
exámenes hechos a su pequeño hijo, dándole el pronóstico que volverá a escuchar
muchas veces más: que está enfermo, que no tiene posibilidades de cura, que la
familia debe resignarse. Fue cuando empezó a anochecer, recuerda.
Está demasiado débil. Quizá hubiese sido
mejor negarse a atender esa vocecilla en su interior que hace unos días lo
impulsó a salir de casa, encontrarse con aquel antiguo compañero de sus años
universitarios y caminar juntos por la ciudad, como antes lo habían hecho. Le
agradaba la idea de volver a contemplar la resistencia de la naturaleza en la
alameda Bolognesi, las palmeras delineando el camino de losetas blanquinegras y
geométricas, reuniéndose en un ángulo sutil al final de la mirada como si sus
penachos lanceolados se abrazaran entre ellos. Tal vez, debió llamar a su amigo
para decirle que no estaba restablecido del todo y su familia le recomendaba
continuar el reposo médico. Pero había algo en aquellas palmeras que le
recordaba su propia condición humana. Así que se dejó seducir por ellas y por
la idea de oír nuevamente el griterío de los loros ocultos entre sus ramas,
superponiéndose al ruido de motores, confundiéndose con la bulla de tantas
personas deambulando en la alameda o emergiendo de las ferias comerciales, de
las ópticas y consultorios dentales. Valió la pena, se dijo, en tanto detenía
su paseo para descansar en alguna banqueta y continuar conversando con aquel
amigo llegado de Cajamarca sobre sus experiencias docentes, sus lecturas, sus
recuerdos en común… mientras sentía el sol entibiando su rostro y sus manos.
Valió la pena, siguió diciéndose al retornar a casa de su hermano Marcelino,
casi tambaleante, tocar el timbre y ser tomado del brazo para llegar a esta
cama de la cual ahora se prepara a levantarse de nuevo para enrumbarse al
hospital. Esta noche del treinta y uno de julio, irá acompañado de su hermana
Isabel. Hubiera preferido que fuese Mercedes, la hermana con quien compartió su
crecimiento y a la cual obligó a asumir el rol de madre tantas veces, como
cuando tenía diecisiete y se vio descubierto por ella con un tablero de ajedrez
guardado en su mochila en lugar de cuadernos o libros; porque aquel año que se
había matriculado en la universidad para seguir la carrera de agronomía, no quiso
asistir a ninguna clase. Eso no era lo suyo —así le hizo saber a Mercedes— con
la misma franqueza que años posteriores reclamaría en la voz de su hermana, al
preguntarle por el verdadero diagnóstico del médico que programaba la fecha de
una nueva operación. Aquel momento ha quedado preservado en el poema «Sobre
el presagio cumplido»: «La hermana, anunciando la desgracia, avanza por
el pasadizo./ No toca el suelo, flota etérea en un espejismo / y su voz se
desvanece en tenue vaho, volátil y quebradizo. / Al sentirla, los parientes
corremos a sujetarla / mesándonos los cabellos, interrogando sus palabras; /
imploramos haber equivocado el guion que seguíamos, pero nadie viene a
despertarnos de esta pesadilla. // Como película antigua, y a cámara lenta, /desordenamos
los pasos, ignoramos nuestras acciones. / Solo llevamos en el corazón el
recuerdo de un mal presagio y la / certidumbre de una sombra siniestra que
recorre la casa». Pudo haberle mentido, sin embargo decidió corresponder a
su confianza e hizo lo que su hermano pedía: le habló con la verdad. Ese año —2010—
Luis Chambilla publicó su segundo poemario El cántaro salvaje. Había
construido aquellos poemas como quien se va despidiendo, febril y
angustiosamente, apremiado por la certeza del tiempo que se acorta y la llegada
inexorable de la muerte. De allí que la atmósfera del libro sea sombría y
caótica, donde habitan desterrados, trashumantes agónicos, náufragos, fantasmas…
junto a un bestiario macabro, mensajeros de la tragedia que los envuelve. El autor,
refiriéndose al libro, dirá que fue un ejercicio de catarsis, un intento por
alejar de sí mismo el sentimiento negativo de la vida. «Escribo sobre la
naturaleza, sobre la gente que quiero, sobre la esperanza de no morirme tan
pronto». La mayor parte de aquellos textos son testimonio de la soledad que en
esa época lo definía y de la necesidad de hallar un lenguaje que represente y
transmita su interioridad; pues era consciente de que el código verbal al cual
recurre todo poeta, es limitado e incapaz de entregar todo lo que se quiere
transmitir: «Urge una palabra nueva / para manejarla diestramente con la
lengua / y sentir su filo en los ojos del vecino / que se exorciza
escondiéndose bajo las mantas». Por hallar esa palabra, Luis estaba
dispuesto a darlo todo y tomando como referente la súplica de Ricardo III —quien
ofreció su reino a cambio de un caballo, pues el animal significaba seguir
viviendo—, escribe: «Una palabra y un caballo / y seguiré, por los confines
del mundo, / la cabalgata de los cuatro que iluminan el camino». Sentado
ante el ordenador, aprovechaba el silencio de las noches para escribir. No
quería desvelar el sueño de Mercedes, de su cuñado, menos aún de sus sobrinos.
Los niños debían seguir conservando la inocencia del juego, la alegría; por eso
procuraba para ellos guiones teatrales, colgaba telas en la sala a modo de
teatrín y hacía hablar y bailar a los títeres. Isabel le ha terminado de anudar
las hileras de sus zapatos y lo toma de las manos ayudándolo a ponerse de pie. Afuera
hace frío, algunas personas sonámbulas transitan en la calle, la oscuridad
distorsiona las figuras. Vamos, le dice ella mientras lo sostiene del brazo y
el poeta piensa con ironía en una pequeña y debilitada marioneta. Hace unos
días estaba paseando por la alameda concentrándose en observar, en escuchar, en
sentir…
El jueves primero de agosto de 2013 es un
día nublado y húmedo en Lima. William González está sentado ante la computadora
en una cabina pública; desde allí pide dos minutos adicionales a fin de cerrar
su correo electrónico. Ante la indiferencia de la señorita que atiende el
local, él saca otra moneda y paga media hora más.
—Hay una llamada perdida en el celular —le
comento.
—¿Quién era?
—André.
André es nuestro hijo adolescente.
Normalmente somos nosotros quienes lo llamamos cada vez que estamos de viaje
para preguntarle cómo anda todo por allá; si ya desayunó, almorzó o cenó; si
está bien… Él solo responde con monosílabos. Por lo que ahora mi esposo se
inquieta y marca el número de casa. Después dirá: «No, hijo…». Se llevará una
mano a la frente y permanecerá en silencio unos segundos, escuchando. Luego
repetirá: «No… hijo…no». Apagará el teléfono y mirándome a los ojos balbuceará:
«Luis… ha muerto».
Tres años antes del fallecimiento de Luis
Chambilla, William lo llamaba insistentemente preguntándole a qué hora venía.
En el salón de grados de la Facultad de Educación de la Universidad Nacional
llevábamos aguardando mucho tiempo para la presentación de su poemario El
cántaro salvaje. Iba a ser la primera vez que Luis vería su libro en
físico. Le había dicho a Willy que por falta de presupuesto fuese algo
sencillo, sin solapas y con los interiores fotocopiados. Sin embargo, su editor
tenía preparada una sorpresa: le obsequiaría el poemario totalmente impreso en
papel especial. Aquella mañana, Luis descubrió que estaba rodeado de amigos.
El taxi ingresa por el servicio de
emergencia del seguro social y sigue un breve sendero de árboles. Cuando Luis
desciende del auto e ingresa por las puertas abiertas de par en par, aún
alcanza a ver un poco de ese cielo donde algunas estrellas palpitan tenuemente.
Sería bueno si hubiera más estrellas, susurra. Tres años atrás estaba
convencido de que no resistiría otra operación y entonces escribió su poemario
de despedida; entre aquellas hojas, todavía puede leerse: «Antes que la
tarde alcance mi sombra / y disuelva mi voz en el silencio, / prefiero cerrar
los ojos ante la luz del mediodía / y escuchar cómo me desprendo, amorosamente,
/ de cada mendrugo famélico de mi cuerpo, / para volverme / pájaro errante…».
Este día quiere más que nunca seguir viviendo porque hace un tiempo descubrió
que nunca estuvo realmente solo. Casi siempre se había sentido un
cántaro salvaje y roto a la vera del camino abandonado y quizá en este casi
siempre se halle la clave de su hipnótica fuerza poética, de su cuerpo
lírico. Los sonidos del mundo se van silenciando y Luis Chambilla Herrera
cierra los ojos para convertirse en pájaro.
Tacna, 30 de mayo de
2014