domingo, 16 de agosto de 2015

LOS RELOJES DE ADELA DE GABRIELA CABALLERO


LOS RELOJES DE ADELA
Gabriela Caballero Delgado
Cuadernos del Sur, 2009
100pp.


Gabriela Caballero Delgado (Cusco, 1977). Radica en Tacna hace casi 30 años. Ha egresado de la Facultad de Educación en la Especialidad de Lengua y Literatura de la Universidad Jorge Basadre Grohmann de Tacna.
Sus crónicas y artículos han sido publicados en distintas revistas impresas y electrónicas (Utopía, Límite, Gaceta del INC-Tacna, Diario Correo, Pez de oro, Cometa de papel, La yegua Colorá, Alto de la Luna, El Pueblo, etc.) Coordinadora de la revista de literatura Utopía. Jefa de redacción de La yegua colorá, Asesora literaria de la editorial Cuadernos del Sur.
Fue finalista en la XIV Bienal de Cuento Premio Copé 2006 y; ha ganado el primer premio del I Concurso Nacional de Cuento de ELECTROPUNO 2006.
Sus cuentos han sido publicados en distintas antologías y colecciones.  Fue incluida en El cuento peruano 2001 - 2010 de Ricardo González Vigil.



Los relojes de Adela, ópera prima de Gabriela Caballero Delgado, es una colección de diez cuentos con que damos inicio a la publicación de su obra de ficción.
La llegada de un profesor que, enfrentando a los personajes, inexplicablemente construye una escuela en un pueblo sin niños. El conflicto de un hombre que se descubre sin memoria y preso en una habitación extraña. La angustia de un joven, sufriendo el acoso y la presencia inquietante de tres hombres. La prolongada espera de una mujer aguardando el retorno de quien literalmente le ha dejado en prenda su corazón. Un grupo de muchachos enamorados de una joven que está muriendo, decididos a protegerla de la inminente venida de los otros. Un anciano que olvida un suceso importante. Una historia de amor que trastorna la racionalidad de una mujer. La llegada periódica de fotografías que exhiben la lenta agonía de una niña. El homicidio de una bella mujer en la playa. Y la historia de Adela y sus innumerables relojes incapaces de señalar la hora. Cuentos entretejidos en torno a la soledad, el intimismo, la incomunicación, los celos y el amor; bajo la perspectiva de lo fantástico. Son algunas características de un estilo literario que convierten a Gabriela Caballero Delgado en una valiosa narradora.

“[...] Tiene una gran habilidad para explorar los mundos interiores de sus personajes y para ser todos ellos y ninguno... El lenguaje es por otra parte límpido y muy plástico [...]”

Eduardo González Viaña


Los relojes de Adela


A
l despertar Adela y contemplar la luz filtrándose por los intersticios de su puerta, vuelve a sorprenderse de continuar viva. Palpa sus hombros, su vientre y sus caderas buscando convencerse de una inmaterialidad forzosa. Habría deseado en ese momento no despertar, no percibir el malestar de su cuerpo extremadamente envejecido y no volver a sentirse confundida y engañada con cada siguiente día. Resultó un error creer que esta vez pudo conjurar a la muerte para que viniera por ella, se acostara en su cama y se sumergiese en su cuerpo. Se niega entonces a levantarse. A vestirse con el camisón de diario. A barrer tantas veces su patio hasta la altura del camino y luego poner la tetera en el fogón preparándose el desayuno de las mañanas. Y no por temor a confundir la noche con el día, cuando supuso que la pereza se había apoderado de todos los vecinos que aún no se levantaban y luego se quedó contemplando el cielo, extrañamente iluminado por una luna gigante, sintiendo un atontamiento jamás contado a nadie. No era el temor a esta inversión de tiempos lo que la hacía aferrarse a la cama, sino la seguridad de estar siendo castigada por algún pecado cometido en vidas anteriores. Respira profundo y llora apretándose a la almohada hasta volver a sentirse tranquila. Entreabre los ojos, tratando de adivinar ahora si en verdad amanece o es sólo la noche prolongándose. En la penumbra de su cuarto se superponen las numerosas formas de relojes extendiéndose por todos lados. Relojes en cada rincón y espacio de las paredes cuadriculadas. Relojes sobre los cajones de ropa. Relojes en la cómoda junto al candil.  En el adoratorio, entre las imágenes de santos y velas misioneras. Relojes bajo la cama, junto a su almohada. En la cocina, metidos en las ollas,  sobre las mesas, en las bancas y en las sillas. Relojes creciendo apilados tras la puerta. Relojes colgando en la parra del patio como racimos de horarios. Floreciendo en las macetas. Delicados, multicolores, redondos, cuadriculados, diminutos o gigantes; con formas de balones, mariposas, gatos, campanas, zapatos, torres, niños abrazándose. Relojes acaso con cientos de formas que incluso ella no conoce pero absoluta y totalmente inútiles. Ninguno de ellos podía decirle a Adela si en verdad amanecía.
Nadie se resistió nunca a comprarle un reloj a Adela y obsequiárselo para verle su carita llena de arrugas que se agolpaban y contorsionaban en formas graciosas cuando ella sonreía al descubrir el reloj y le buscaba un nuevo lugar entre las paltas o chirimoyas.  Cómo habrían de saber si Adela odiaba los relojes. Si detestaba sentir su presencia en cada paquete delicadamente envuelto en papel de regalo y cintas de agua. Si sospechaba sus pulsaciones de horario. Si los maldecía en secreto al verlos descomponerse en sus manos y detener el movimiento de sus agujas cuando ella desgarraba el papel, abría la caja y los tomaba por primera vez. Adela odiaba los relojes desde siempre.
Su casa era un lugar lleno de curiosidades para los niños del pueblo. Todos ellos venían a verla después del colegio, cuando antes de llegar a sus hogares se desviaban del camino, tocaban su puerta y la llamaban abuela. Les agradaba tanto contemplarla caminar graciosamente, levantando los pies y retorciendo su cuerpo para evitar pisar los relojes empolvándose en el piso y mostrarles luego los recién obsequiados o recorrer ellos mismos la casa y elegir a los que más les atraían. Tomarlos entre sus manos. Examinar sus colores y formas. Llevarlos junto a sus orejas y oír aquel suave tic-tac desprendiéndose de todos aquellos relojes  y     desaparecer en cuanto volvían a dejarlos en sus sitios. Ignorando que mientras Adela acaricia sus cabellos, no puede dejar de sentir rabia por todos ellos. Los niños estaban creciendo y ella sospechaba que también le obsequiarían nuevos y extraños relojes.
Hace tanto renunció a preguntarse el porqué los relojes se descomponían apenas les aproximaba sus dedos. Siempre pensó si un día sería capaz de deshacerse de todos ellos. Apilarlos en el centro del camino y encender una gran hoguera. Entonces los vería arder y consumirse en una forma única mientras ella danzaría alrededor del fuego. Despreciaba todos aquellos relojes que la hacían más consciente de su existencia diaria. Por eso debía condenarlos al fuego y tal vez terminar arrojándose también para fundirse sin penas ni arrepentimientos. Sólo salvaría a uno de ellos, aquel que no le pertenecía porque era de sus padres y hace cientos de años marcó el momento exacto de su nacimiento, deteniendo el movimiento de sus agujas cuando Adela brotaba de entre las piernas de su madre. Aquel reloj ocupaba un lugar escogido en su cama retornándole recuerdos de una infancia remota y casi irreal. Los otros podrían perderse en el fuego con ella. Pero luego imagina que todo seguirá igual. Los relojes no se fundirían. Aún ahora están apropiándose de su casa. Perpetuando sus propias vidas sin movimientos ni tictac. Negándose a perderse o extinguirse. Intactos e indiferentes al polvo que no los herrumbra. 
Adela sabe que en verdad está amaneciendo. Puede escuchar desde su cama el susurro de voces vecinas en sus casas, el roce repetido de cuerpos entre sábanas de madrugada. Dentro de poco también oirá las olas de hojas secas y basura arrastradas por las escobas, reunidas en montoncitos humeantes a lo largo del camino. Advertirá el crepitar de la leña en los fogones, el bullir del agua hirviendo en las teteras y los pasos de la gente encaminándose con mantas y segaderas a sus chacras por la alfalfa de los animales. Adela contempla todos sus relojes intentando descifrarlos. Su cuerpo está envejeciendo. Y aunque pretende lastimarse, las heridas siempre se le cierran. Ahoga un grito desesperado convencida de una inusual existencia y de que el día de su nacimiento, alguien deliberadamente ha olvidado marcarle la hora de su muerte.
Tacna, 2004

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